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Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810
Sexta parte
Abelardo Ahumada
PROCLAMAS INÚTILES. –
El hecho de que el arzobispo de México haya descrito en su proclama del 23 de septiembre de 1810 que el padre Hidalgo era nada menos que “el precursor del Anticristo en nuestra América” debió de ser un gran golpe a la conciencia de los católicos más devotos, porque se consideraba que el Anticristo era una encarnación del Demonio. Y si tomamos en cuenta que el edicto de Abad y Queipo contenía una advertencia de excomunión para quienes se unieran al movimiento que cura de Dolores encabezaba, podemos legítimamente inferir que ambos mensajes sacudieron fuertemente a quienes simpatizaban con la idea de la independencia, y frenaron, por ende, a los más precavidos o temerosos. Aunque, como lo advirtió el dicho Abad y Queipo también, ni su intento, ni el del arzobispo, ni las amenazas del virrey bastaron para impedir que los más valerosos y aguerridos novohispanos se sumaran a la lucha, o decidieran encabezar algún grupo de hombres armados, como fue el caso de don José Antonio Torres Mendoza, un valeroso ranchero que habría de ser clave no sólo para extender la lucha a buena parte de Michoacán, a Guadalajara y Colima, sino para propiciar que el “generalísimo Hidalgo” encontrara en la segunda ciudad más grande, rica y poblada de la Nueva España, la sede de su efímero gobierno.
Con los datos que aportó la investigadora Laura Hernández (“El Amo Torres, nobleza heroica”, Guadalajara, 2010), se sabe, por ejemplo, que Torres “era hijo de mestizos”, que nació en un rancho que se llamaba Monte Redondo, perteneciente a la jurisdicción de Piedra Gorda, en la Intendencia de Guanajuato, el 2 de noviembre de 1755.
A Piedra Gorda se le conoce actualmente con el nombre oficial de Ciudad Manuel Doblado, y para que los lectores la ubiquen, cabe mencionar que, siendo un municipio situado al poniente del actual estado de Guanajuato, colinda con el de Arandas, Jalisco, y está muy cerca también de La Piedad, Michoacán, y de Pénjamo, Guanajuato, una región en la que la fama de Hidalgo era muy conocida.
El pequeño Torres quedó huérfano de padre a los doce años y, viéndose en la imperiosa necesidad de tener que trabajar, se empleó primero como mozo en una recua de arrieros, y ya después, conforme fue creciendo y adquirió experiencia, se convirtió en arriero, caminó muchas rutas, conoció a mucha gente y estuvo muchas veces en Guadalajara y otras poblaciones de Los Altos y del Bajío, donde entabló amistades y relaciones que de mucho le sirvieron cuando realizó sus correrías como guerrillero insurgente.
La investigadora Hernández describe a Torres como un individuo fuerte, alto, simpático, trabajador y, según eso, “no mal parecido”, pero que no sentó cabeza para matrimoniarse sino hasta cuando, habiendo cumplido los 33 años, se encontró, “cerca de la Hacienda de Atotonilquillo”, a una criollita que le llenó el ojo, y se llamaba María Manuela Venegas.
Para esa época Torres ya había dejado la arriería atrás y se había asentado en un rancho que consiguió en renta, que se llamaba “Los Órganos”, fracción de esa gran hacienda.
Con Manuela tuvo cinco hijos, de los que tres fueron varones y dos chamacas. Y siendo católicos practicantes, bautizaron a los cinco conforme a la antigua usanza, de manera que el primero se llamó José Antonio, el segundo José Manuel, y el tercero José Eufrasio, mientras que, para no variar, las dos hijas fueron bautizadas como María Asunción y María Petra.
Otro dato interesante es que, según esa misma investigadora, en 1800 entró en sociedad con otro par de amigos y paisanos para tomar en renta toda la hacienda de Atotonilquillo. Habiendo sido en ese año cuando, de conformidad con otra costumbre que prevalecía entonces, empezó a ser conocido por sus peones como “El Amo Torres”, tal vez para diferenciarlo de los otros dos “amos”, cuyos apellidos iniciales eran Otero y Sistiaga, respectivamente.
Ya en su condición de hacendado laborioso y conocedor del comercio y otros negocios, se comenzó a enriquecer y le fue muy bien. Pero se daba cuenta de que los pocos españoles que había en el territorio acaparaban los mejores puestos en todos los sentidos, y les ponían trabas a todos los criollos y mestizos que como él tenían ganas de prosperar y ofrecer un mejor futuro a sus críos.
No era Torres un hombre de letras pero sabía leer y escribir lo suficiente como para enterarse y comunicarse con quien quisiera, y aun cuando sus biógrafos no mencionen el dato específico, muy bien podemos suponer que no estaba ajeno al desarrollo de los acontecimientos que eran los temas de conversación de su época y región, pues no de otro modo se explica el hecho de que justo el día 19 de septiembre, casi en el mismo momento en que se enteraron de lo acontecido en Dolores y San Miguel, él, sus hijos y un grupo de aproximadamente cien hombres de la hacienda y los pueblos vecinos, se reunieron para deliberar qué podrían ellos hacer, y tomaron la decisión de despedirse de sus familias y arrendar sus bestias en dirección a Irapuato, con la intención de sumarse al movimiento.
Se sabe que fue el 23 cuando se entrevistó por primera ocasión con Hidalgo, denominado ya como “Capitán General de los Ejércitos de América”, y que, habiéndolo reconocido gente cercana al prócer, éste le dio la bienvenida, pidiéndole que con su gente se incorporara en la retaguardia de aquel abigarrado conjunto de campesinos, peones, vaqueros, mineros y artesanos pobres que lo seguía. Habiendo tenido la oportunidad de participar, el día siguiente, por primera ocasión con las armas, en la “toma de Salamanca”.
“EL AMO” TORRES RECIBE UNA COMISIÓN DE HIDALGO. –
Toda esa semana cabalgó Torres aspirando el polvo que levantaba aquella singularísima “chusma”, en la que hasta mujeres y niños participaban. El 29 le tocó presenciar el ataque a la Alhóndiga de Granaditas, y al parecer contuvo a su gente para que no se involucrara en la matazón que se realizó ahí mismo y en el resto de Guanajuato. Por lo que, tal vez no conforme con lo que había presenciado, en la mañana inmediata se presentó en el sitio en donde estaba sesionando el alto mando insurgente, y pidió ser recibido por el ex cura de Dolores.
Al estar ya frente a él, le comentó de la experiencia que había tenido como arriero, del conocimiento que tenía de Guadalajara y de los diferentes caminos de la Nueva Galicia; de los numerosos amigos y conocidos que tenía por aquellos rumbos, para solicitarle, por último, que lo nombrara su comisionado para ir hacia allá a promover la revolución.
Algunos de los individuos del “estado mayor”, diríamos, no estuvieron de acuerdo con aquella solicitud, pero Hidalgo, como se recordará, había sido párroco de Colima y tenía muchos conocidos dentro del clero de Nueva Galicia, así que después de haberle hecho algunas agudas preguntas a Torres, para poner a prueba el conocimiento que decía tener, lo nombró coronel, le dio facultad para convocar y reunir gente a su nombre, y le ordenó “levantar en armas los pueblos de Colima y las comarcas de Sayula y Zacoalco”, con la intención posterior de tomar la ciudad de Guadalajara si fuere posible hacerlo (Julio Zárate, Tomo V, p. 163, de la gigantesca obra “México a través de los siglos”, publicada por primera ocasión en 1884).
Torres, entonces, se separó del grueso del ejército y se regresó “a San Pedro Piedra Gorda para reclutar gente y ver a su familia”; mientras que Hidalgo y Allende se reorganizaban en Guanajuato y preparaban a su “ejército” para la toma de Valladolid.
“El Amo” permaneció unos días en su tierra realizando algunas actividades y finiquitando pendientes. Pero a mediados del mes tomó el Camino Real hacia La Piedad, donde por previa sugerencia de Allende o Aldama, se entrevistó con un militar que se llamaba Toribio Huidobro, de “la Compañía de Dragones de Pátzcuaro”, pidiéndole que se le uniera. Y lo mismo con un capitán que habría de hacer mancuerna con su hijo mayor en la toma de Colima, que respondía al nombre de Rafael Arteaga.
En La Piedad tuvieron más de una reunión, se enteraron de que por ahí cerca había vigilantes designados por el Intendente de Guadalajara y, motivados por eso, en vez del tomar el camino más corto por Ocotlán y la parte norte del Lago de Chapala, decidieron tomar el más largo, e irse, ya el veintitantos, primero junto a la orilla del Río Lerma, y luego por la ribera sur de dicho lago, tomando desprevenidas a las pequeñas guarniciones realistas que defendían a los pueblos de Zamora, Jiquilpan y Sahuayo.
Todo esto mientras que las noticias de la expansión del movimiento llenaban de susto a los gachupines, a los curas acomodados y a las autoridades de Guadalajara.
UNA INSÓLITA CABALGATA. –
En Colima era bien sabido que cuando algunos barcos piratas llegaban al puerto de Salagua, todos los hombres que estuviesen en condición de cargar un arma (y de caminar veinte leguas en sólo dos días) estaban obligados a participar en la defensa del puerto y tenían que trasladarse desde Colima a Salagua por la vereda selvática a la que muy pomposamente denominaban “el Camino Real”. Pero jamás se había sabido que hubiesen sido más de doscientos hombres los que tuvieran que salir a pelear en contra de esos intrusos. De manera que cuando las gentes de la Villa de Colima, de los pueblos, haciendas y ranchos de la región se enteraron de que aquel primero de octubre salieron 500 hombres armados por el Camino Real hacia Guadalajara, se debieron llenar de temor y extrañeza. Siendo ése el tema de la comidilla y la preocupación de muchas de aquellas personas.
Aquel otro difícil tramo del Camino Real no era, por otra parte, transitable para carretas, y había largos trayectos, sobre todo en las laderas de las barrancas del Volcán, donde se convertía en una estrecha vereda que derivaba sobre /o junto a profundos y peligrosos abismos, y en la que, según reportes escritos por diferentes viajeros, no se podían cruzar dos bestias, ante la eventualidad de que una de las dos cayera hacia “el voladero”. Siendo obligada la previsión de que cuando una recua iba, por ejemplo, a iniciar su descenso por alguna de aquellas numerosas barrancas, su manejador debía de tocar el cuerno de cierta manera para indicar el hecho al encargado de otra posible recua que quisiera hacer lo mismo en sentido contrario. Obligándose la segunda a tener que esperar en algún punto más amplio, a que la primera saliera del sitio para poder ella pasar.
Y así, dadas esas singulares circunstancias, es muy de creer que el paso de aquellos 500 jinetes y las decenas de burros y acémilas cargadas con diferentes enseres que los seguían, haya generado no sólo una larguísima fila de jinetes y semovientes que tardaban más de una hora pasando, sino, también, una gran expectación entre las personas que estaban en esos ratos en los potreros, en los corrales o en los portales de las haciendas, las ordeñas, los ranchos y los mesones situados a la vera del camino, así como en las entonces muy estrechas calles principales de Tonila, Tuxpan, Zapoltitic, Zapotlán, Sayula, Techalutla, Zacoalco, Santa Ana Acatlán y Santa Anita, antes de hacer su ruidosa entrada por la calle que al igual que en todas esas poblaciones, prolongaba el trazo del Camino Real en Guadalajara.
EL ENIGMÁTICO DELEGADO DE HIDALGO Y LA DIVISIÓN DEL CLERO COLIMOTE. –
Pero muy al margen de lo que ocurrió a los milicianos colimotes que en esos trotes andaban, cabe señalar que, mientras ellos iban, tal vez, llegando a Sayula, en la Villa de Colima se recibieron varias misivas civiles y eclesiásticas, junto con una alarmante noticia que, aun cuando a la postre se descubrió que era falsa, provocó interesantes reacciones en el vecino pueblo de Almoloyan y las autoridades locales. Eventos que vale la pena describir, por cuanto nos muestran el estado de ánimo alterado que prevalecía entre los habitantes de aquellos verdes espacios:
De conformidad con el expediente que sobre este caso encontró y copió don José María Rodríguez Castellanos en 1910, y con algunas otras cartas que quedaron guardadas en el actual Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara, todo parece indicar que, cuando la cabalgata de los milicianos no había llegado aún a la mitad de su viaje, varios correos del Intendente Abarca y del Obispo Cabañas llegaron a la Villa de Colima con cartas para el subdelegado Linares, y para cuando menos los padres Rafael Murguía y Felipe González de Islas:
Cartas que evidentemente provocaron otras de respuesta, y que, cuando tuve oportunidad de leerlas digamos que, en conjunto, me dieron pie para entender que, tal y como lo había insinuado el presbítero e historiador, Florentino Vázquez Lara, en su libro “Comala”, el clero local se dividió, puesto que algunos curas y capellanes tomaron partido a favor de la causa insurgente, y otros se manifestaron en contra.
La primera referencia que cronológicamente he podido ubicar es aquella misiva que el 29 de septiembre envió el Obispo Cabañas al padre Rafael Murguía, radicado en la Villa de Colima, en la que le avisó que acababa de saber que “otro presbítero”, sospechoso de ser emisario de Hidalgo, había salido de Guadalajara para dirigirse al pueblo de Almoloyan, con el padre José Antonio Díaz, ya reconocido por él como un individuo proclive a la insurgencia y reacio a la aceptación del rey y su gobierno.
La segunda es una carta que el padre Felipe González de Islas envió el 3 de octubre como respuesta al obispo, en la que, manifestándose bastante informado de lo que estaba ocurriendo, le daba a entender que los ya famosos insurgentes no eran emisarios de Napoleón, sino gente que seguía a Hidalgo, antiguo párroco de Colima. Tal y como tendremos de oportunidad de ver en el próximo capítulo.
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