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Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810
Décima primera parte
Abelardo Ahumada
INACCIÓN DE LAS AUTORIDADES TAPATÍAS. –
Para complementar la idea de que no fueron dos invasiones las que realizaron los insurgentes a terrenos de lo que hoy es Jalisco, sino una hecha en forma de pinza (que rodeó el Lago de Chapala), conviene mencionar que las propias autoridades de Guadalajara vislumbraron esa posibilidad desde el 12 de octubre (de 1810), cuando durante la realización de la asamblea correspondiente del Ayuntamiento y la Junta Auxiliar para la Defensa, todos los participantes dieron por cierto y válido el comentario que uno de ellos hizo, en el sentido de que, si se mantuvieran “las tropas [de que disponían] acantonadas en un solo punto”, quedarían “otros abiertos a la entrada del enemigo, [a] cuya gente, repartida por la Barca e inmediaciones, no [le] sería difícil intentar un acometimiento por la parte indefensa de Sayula”. (Hernández Dávalos, T. II, p. 164).
Siendo por eso tal vez que, el 20, ya “con la noticia de que los enemigos” se estaban acercando “a la ciudad, cuyo conflicto crece de momento en momento”, se propuso al Intendente Abarca que saliera para “ponerse a la cabeza de las tropas acantonadas fuera de ella”, y al “capitán del ejército Francisco Vilches” para encabezar las que se quedarían resguardando la plaza. (Ibidem, p. 170).
Abarca, sin embargo, entendió que dicha propuesta era una maniobra política de sus enemigos locales para deshacerse de él y seguir actuando por su cuenta en Guadalajara, y se las ingenió para no cumplirles su deseo, dedicándose en cambio a convocar a todos los individuos que fuesen capaces de portar y manejar armas para unirse a los defensores, encontrándose con la novedad de que no pocos de quienes estaban en dichas condiciones, ya estaban tomando sus particulares “providencias” para salir de la ciudad, proteger a sus familias e intereses, o irse a otras partes en las que al menos por el momento pudiesen estar más seguros.
Al observar que eso lo estaban intentando varios criollos y españoles, el 24 emitió una nueva proclama en el sentido de que “ninguno de los europeos” que estuviesen o radicasen en la ciudad “podrían salir por ningún motivo de ella […] para no disminuir el punto de su defensa” (Ibidem, p. 181).
Mientras que, viendo que la situación se estaba poniendo cada vez más difícil, el Obispo Cabañas siguió utilizando su estrategia de presionar moralmente a los fieles católicos (la inmensa mayoría), pues en la misma fecha que Abarca prohibió la salida de los europeos de la ciudad, el prelado hizo “extensivas a su diócesis las excomuniones fulminadas contra Hidalgo” y sus seguidores, tanto por su colega de Valladolid, como por el temido Tribunal del Santo Oficio (la famosa Inquisición) y el Arzobispo de México, señalando que, como el ex cura de Dolores y “sus principales satélites y secuaces [… le habían] declarado la guerra a Dios, a su Santa Iglesia, a la Religión, al Soberano y a la Patria”, él, por la autoridad recibida del Papa, y teniendo ya “información competente”, se sintió compelido a excomulgar a Hidalgo, a declararlo como un elemento “sedicioso, cismático y hereje formal”, y a extender ese “castigo a todos los que aprueben su sedición y proclamas, tengan trato epistolar con él, ayuden o propaguen sus ideas revolucionarias, o sabiendo que otros entran en ellas, no los denuncien” (Ibid., p. 182 y siguientes).
Como era también de esperarse, todas esas noticias se desparramaban por los pueblos de la Intendencia, generando sentimientos encontrados a favor o en contra.
Pero como quiera que las mencionadas autoridades tapatías estuvieran actuando, lo cierto fue que ellas mismas advirtieron el 27, que “los insurgentes, o los [individuos] que a su sombra ya se han sublevado”, no sólo estaba ocupando “los pueblos de La Barca y Mazamitla”, sino que también habían llegado a la región de Los Altos, ocupando el notorio pueblo de Tepatitlán. Por lo que podría decirse que los habitantes de Guadalajara se comenzaron a sentir “cercados por el oriente, norte y sur”. (Ib., p. 191-192).
LAS ESTREPITOSAS DERROTAS DE LA BARCA Y ZACOALCO. –
En ese mismo contexto se supo en Guadalajara que en Zacoalco se estaba formando un grupo de combatientes indios y que, por si eso fuera poco, hacia esa población parecía encaminarse el mismo batallón que había pasado por Sahuayo, Cojumatlán y Mazamitla. Así que, poniendo finalmente la atención que ameritaba el caso, pero cometiendo el error de sólo disponer de dos pequeños grupos de soldados, cuando se afirma que contaba con cerca de doce mil elementos:
“Decidióse al fin la Junta enviar dos secciones contra los independientes: una de quinientos hombres hacia el rumbo del oriente al mando del oidor don Juan José Recacho, y otra con igual fuerza contra los insurgentes del sur, a las órdenes del teniente coronel don Tomás Ignacio Villaseñor, rico propietario de la hacienda de Huejotitlán, pero tan inexperto en achaques de milicia como el mismo Recacho, que antes de ocupar su sitial en la Audiencia de Guadalajara había sido, aunque sin ningún brillo, capitán de Dragones en España”.
“La pequeña sección confiada a la petulante suficiencia de este último, y de su segundo, el joven oidor Alva, salió en los últimos días de octubre y avanzó sin tropiezo hasta La Barca, cuya población, abandonada previamente por los insurgentes mandados por Godínez (sic) y Huidobro, ocupó el 2 de noviembre. [Pero] al día siguiente fue atacada vigorosamente. [Y] aunque logró rechazar a sus contrarios, el 4 fue asaltada de nuevo y hubo de retirarse [el 5] a Guadalajara con grandes pérdidas de muertos y heridos”. (Julio Zárate, Tomo III, de México a través de los siglos, p. 164, 1884).
Y por cuanto a Zacoalco concierne, se sabe que la sección del ejército que la dicha Junta envió hacia el sur estaba integrada por “quinientos o seiscientos hombres de las tres armas”, entre los que estaban muchos de “los milicianos de Colima”; que se organizó el día primero de noviembre; que salió de la ciudad el 2; que pernoctó en las inmediaciones de Santa Ana Acatlán y arribó en algún momento del sábado 3 a “los ranchos de Santa Catarina”, como a tres leguas de Zacoalco (unos 12 o 14 kilómetros). Mientras que los insurgentes de Torres, advertidos por sus espías de aquellos movimientos, salieron temprano ese mismo sábado de su campamento de Atoyac e instalaron otro “en la playa” seca de la laguna situada “al norte de Zacoalco”, donde, según testimonios recogidos posteriormente, “pasaron la noche disparando algunos tiros de cámaras”. (Hernández Dávalos, T. II, p. 201-202).
Aquél habría de ser el primer combate más o menos formal en que participarían no sólo los un tanto inexpertos milicianos colimotes, sino los jóvenes burócratas, seminaristas y miembros de las clases altas de Guadalajara que románticamente se habían alistado en el ejército realista y habían estado recibiendo alguna instrucción militar en las calles de la ciudad.
En la contraparte, se sabe que la principal fracción del ejército insurgente comandado por Torres (pues la menor iba en camino a Colima), estaba compuesta por alrededor de dos mil indios armados con palos, hondas, flechas y “25 o 30 fusiles que a más de viejos estaban inservibles”; aunque su caballería, no muy abundante pero adiestrada en los campos ganaderos, “se componía de algunos rancheros armados de lanzas, garrochas y soguillas”. Llevando casi todos los insurgentes en las orlas de sus sombreros, “una estampita de la Virgen de Guadalupe”. (Ibidem, p. 201-202).
En un documento redactado varios años después, don Evaristo Hernández Dávalos aseguró que él mismo había tenido oportunidad de entrevistar por separado a tres indios sobrevivientes de aquel combate, y que los tres habían coincidido en señalar que la batalla no fue, como alguna gente había creído, adentro del pueblo, sino al descampado, y que muchas mujeres que iban con ellos les proveyeron con costalillos llenos de piedras para sus “jondas”.
La instrucción preventiva que Torres dio a los jefes indios fue la de que a cada trueno de cañón que oyeran, echaran todos pecho a tierra, y luego siguieran corriendo, hasta llegar al punto desde donde podrían acribillar a los enemigos a puros tiros de piedra. Y la que le dio a los jinetes, expertos “en el uso de la soguilla”, fue la de que avanzaran de dos en dos, en los extremos de la larga fila de indios que marcharía en forma de arco y al centro, para que los cañonazos no pudieran alcanzar a los caballos, y para que, cuando les fuera posible hacerlo, entre cada par, con las dos puntas de cada soga apretadas en las cabezas de las sillas de montar, acometieran contra los soldados realistas, con el ánimo, como quien dice, se cortarles con las sogas tensas sus cabezas.
Los informantes siguieron diciendo que poco antes de las ocho de la mañana el enemigo fue visto “en las orillas del bosque del rancho de Santa Catarina”, y que, estando todavía a una distancia en la que ni los cañonazos podrían darles alcance, “El Amo” Torres mandó a unos emisarios a parlamentar, con el teniente coronel realista, pero que, como éste, en vez de rendirse “lo amenazó con ahorcarlo” en cuanto tuviera oportunidad para hacerlo, una hora después Torres dio la orden de marchar como se tenía previsto, formando una doble hilera de gente, tan larga que, en el suelo llano y seco de la mencionada laguna, alcanzaba casi dos leguas de longitud. De tal manera que “sin olvidarse del orden prevenido”, a las tres series de cañonazos, los de infantería “se hallaban a corta distancia del enemigo, cuyos flancos se vieron amenazados luego por la caballería”, formando entre todos “un semicírculo bastante imponente por su magnitud”.
“Esa maniobra desconcertó de tal suerte a los realistas que su caballería se puso en precipitada fuga. [Mientras que] el resto abandonado quiso resistir, pero fue atacado” con tal ímpetu que la tormenta de piedras que se precipitó sobre sus cuerpos les impidió hacer uso de sus armas y terminaron rindiéndose los pocos que sobrevivieron.
El ataque duró sólo “una hora, pero dio por resultado la pérdida de 257 hombres muertos, multitud de heridos y prisioneros, entre ellos el jefe Villaseñor”. Más la pérdida de una gran cantidad de “armas, municiones, su costoso equipo, cuantiosos recursos de dinero y finalmente todo cuanto [el ejército realista] traía, porque todo fue botín de los Independientes”. (Hernández Dávalos, T. II, p. 202-203).
EL ECO DE LAS DERROTAS. –
Casi sobra decir que aquellos rapidísimos e inesperados triunfos de los insurgentes llenaron a sus simpatizantes de gozo, y de tristeza a los deudos de los numerosos muertos que en ambos lugares quedaron expuestos a las zopiloteras. Y hablando desde su perspectiva, don Evaristo Hernández explicó lo siguiente:
“El ruido de esta acción (sic) cundió por todas partes con tanta prontitud, que de las poblaciones inmediatas a Zacoalco comenzaron a llegar grandes partidas de gente con el fin de tomar las armas para pelear por la Independencia”. (Hernández, obra citada, p. 203).
Julio Zárate, por su parte, añadió: “La derrota de La Barca espantó a Guadalajara, pero la de Zacoalco la hundió en amarga pena por la juventud que allí perdió la vida. El obispo Ruiz de Cabañas y los oidores Recacho y Alva huyeron precipitadamente por el camino [al puerto] de San Blas; desapareció como el humo el cuerpo de La Cruzada; disolvióse la Junta Auxiliar; el intendente Abarca reunió a los españoles para animarlos a la defensa, pero muy lejos de tratar de ésta, uno de ellos levantando la voz le contestó por todos, diciéndole que” ellos no eran soldados y que lo más que podrían ellos hacer era cuidar de sí mismos, de sus familias y “sus intereses”. (Zárate, obra citada, p. 165).
Con un dejo irónico en el manejo de la información, Pérez Verdía trató de dar a entender a sus paisanos que no se requirió más de un día para que, una vez que se enteraron de las terribles e insospechadas derrotas de La Barca y Zacoalco, las autoridades tapatías hicieran mutis del escenario de la ciudad, y para que las “gentes de respeto” que se habían incorporado a la realización de “las rondas” y la Junta Auxiliar de Defensa, desertaran también. Por lo que, contrariando su anterior activismo, “el Sr. Cabañas”, cobijado por la oscuridad de la noche, el 6 se fue también para San Blas, con la intención de embarcarse después para Acapulco (Pérez Verdía, T. II de su Historia Particular de Jalisco, p. 42). Poniendo como quien dice el mal ejemplo a todos los españoles y criollos enriquecidos que tenían modo de seguirlo.
Por su parte, el pobre brigadier “Abarca se quedó con sólo 110 soldados” (pues los demás desertaron) y se retiró a esconderse a San Pedro [Tlaquepaque]”, dejando entre todos los huidos a los restos del Ayuntamiento literalmente al garete.
Por el lado sur de Zacoalco hacia Sayula, Zapotlán, Tuxpan y Colima también las noticias corrieron con cierta rapidez, y aun cuando no tenemos, ni conocemos ningún documento que nos hable de lo que sucedió en todas esas poblaciones, es claro que al menos en cuanto respecta a la última, la llegada de la noticia de los 257 muertos de Zacoalco, y del número no determinado de los fallecidos que hubo en La Barca llenó a decenas de familias de angustia y dolor, pues no se nos debe olvidar que cosa de un mes y una semana atrás habían salido desde la Villa de Colima 500 milicianos que originalmente fueron destinados a la defensa de Guadalajara, y luego a las de Zacoalco y La Barca.
Y así, aun cuando nunca podremos saber cuántas de aquellas gentes se tuvieron que vestir finalmente de luto, cabe considerar que entre todas esas malas noticias hubo una buena: la de que varios de los milicianos colimotes que habían caído como prisioneros de la gente del Amo Torres, se les perdonó la vida como se le perdonó también al jefe Villaseñor, por más que al amanecer de aquel fatídico domingo, le había mandado decir con sus parlamentarios que lo ahorcaría en cuanto tuviera oportunidad.
Muchas otras novedades se derivaron del diluvio de piedras que se abatió sobre los soldados realistas en la playa norte de la laguna seca de Zacoalco. Pero de ellas tendremos que ocuparnos en nuestra próxima colaboración.
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