“Caminos de Guanajuato”
Abelardo Ahumada
DESDE LA ESTATUA DE “EL PÍPILA”. –
A finales de agosto de 1979 me fue concedido mi “cambio de plaza” desde el pueblo de Urique, en el grandioso estado de Chihuahua, hasta la ciudad de Texcoco, en el densamente poblado Estado de México. Donde me tocó trabajar casi como quien dice en las laderas del Cerro del Tláloc, en un pueblito muy simpático que se llama San Pablo Ixáyoc.
Y en septiembre, unos pocos días después de haber iniciado las clases, nuestro inspector escolar de la Zona # 11, nos citó a una primera asamblea de trabajo en La Casa del Constituyente, en donde a la hora del receso me tocó conocer a otro joven profesor, que se llama (o llamaba) José Luis Monjaraz Alcántar, con el que con tiempo hice una buena amistad, al grado de llamarnos “compadres”.
Mi compañero era nativo de un pueblito vecino a la zona urbana de León, al que no le faltaba mucho por ser absorbido por el crecimiento desordenado de aquella ciudad. Y por ser originario de ese lugar frecuentemente iba los fines de semana a visitar a su casa, realizando un recorrido de poco más de cinco horas.
Los dos vivíamos en calidad de huéspedes de una maestra yucateca que daba clases de Inglés en las secundarias de Papalotla y Chiconcuac y, al iniciar el ciclo escolar siguiente, justo el jueves 12 de septiembre de 1980, mi compadre me dijo que pensaba ir a su pueblo a pasar el “Puente de las Fiestas Patrias, y que si yo quería ir, me podría hospedar en su casa.
Yo nunca había estado en León ni enGuanajuato, y de inmediato le dije que sí, aunque por otra parte ya tenía la invitación de otro amigo y paisano de Colima para irnos a dar la vuelta la noche del 12 a unos bares de la Zona Rosa.
Nos tocó, pues, una noche de farra en un buen bar de la Zona Rosa en la Ciudad de México, y poco antes del amanecer del 13 de septiembre (conmemoración de la Batalla de Chapultepec), nos fuimos hasta la Central del Norte, para abordar el primer autobús que pasara por León.
La tarde del 13 y todo el 14 los dedicamos a recorrer buena parte de la ciudad que olía a pieles y curtidurías, y el 15, muy de mañana nos fuimos a Silao y subimos hasta el Cerro de El Cubilete, para visitar el Santuario de Cristo Rey, donde estuvimos como hasta las doce del día.
Luego, abordamos ahí mismo un camión suburbano que por una brecha nos llevó (por lo alto de la Sierra de Santa Rosa) hasta topar con el caserío aledaño a la mina “La Valenciana”; desde donde descendimos hacia la muy colonial ciudad minera de Guanajuato.
Mi compadre se sabía todos los recorridos más típicos: empezamos por ir a comer a un gran mercado de estructura metálica de estilo eiffeliano, construido en tiempos de don Porfirio Díaz; luego nos fuimos al bonito y elegante barrio de La Presa; más tarde recorrimos todo el centro a pie, y como era justo el 15 de septiembre, yo iba conmemorando íntimamente, casi con inocencia infantil, el 170 aniversario del “Grito de Dolores”.
Una de las visitas más obligadas tenía que ser, por supuesto, la de la Alhóndiga de Granaditas, a donde entré con un sentimiento casi reverencial, como cuando en mis tiempos de seminarista estaba a un templo a orar. Pero no sin darme cuenta de que, por decirlo de algún modo, aquel enorme edificio, pese a su robustez de piedra sólida no podría ser utilizado como una fortaleza por estar ubicado rodeado de lomas y pequeños cerros que muy bien pudieran servir para que, instalando unos cuantos cañones en ellos, se le pudiera atacar con cierta facilidad.
Más al rato nos plantamos frente gigantesca escalinata de la Universidad de Guanajuato, en donde le dije a mi amigo que me gustaría tener la oportunidad de algún día dar clases ahí.
Luego nos trasladamos hasta el famoso Teatro Juárez, y enseguidita trepamos a la elevación en donde hasta la fecha se halla el monumento de “El Pípila”.
Eran como las seis de la tarde. El Sol ya no calentaba tanto y estaba en una posición desde la que iluminaba todas las fachadas que en dicha ciudad “ven” hacia el poniente y, al observar ese interesante fenómeno luminoso desde aquel sitio elevado, mi asombro fue total. Dedicándome durante los siguientes quince minutos a admirar la portentosa panorámica que me estaba brindando el mirador situado junto al monumento de El Pípila.
Viendo ahora todo eso en retrospectiva, creo que debió de haber sido en ese preciso momento cuando, al contemplar, allá abajo, una vez más el robusto edificio de La Alhóndiga, empecé a dudar de lo que los libros de texto nos habían contado sobre los acontecimientos de la Guerra de Independencia y voy a tratar de explicar por qué:
En uno de los carteles explicativos que vi un rato antes en dicho edificio (que hoy es, por cierto, el Museo Regional de Guanajuato), decía poco más o menos así:
“El 28 de septiembre de 1810 ocurrió una de las primeras y más importantes batallas de la Guerra de Independencia con la toma de la Alhóndiga de Granaditas, en la que se cubrieron de gloria las armas insurgentes lideradas por don Miguel Hidalgo y Costilla, acompañado por Ignacio Allende y Unzaga, Juan Aldama, Mariano Abasolo y Mariano Jiménez”.
Y yo, estando ahí, me pregunté ¿qué tan cierto y en qué sentido “las armas insurgentes se habían cubierto de gloria” si, por otra parte, ese día y los dos siguientes “los hombres de Hidalgo y los que se les habían sumado en Guanajuato cometieron toda clase de desmanes, saqueos, y una matanza que alcanzó no sólo a los militares que defendían el edificio, sino también a los peninsulares y sus familias que habían buscado refugio en él”?
Al reflexionar en todo eso junto a la estatua del héroe de aquella jornada me quedé durante algunos instantes poco menos que turulato. Y luego me puse a pensar en otro “pequeño detalle”: la inocultable belleza arquitectónica de Guanajuato se debe, sin duda, no sólo a la presencia de varias minas que fueron muy pródigas, sino a la explotación laboral de los miles de indígenas, mestizos, negros y mulatos que durante más de tres siglos trabajaron en los túneles y en los tiros de aquellas instalaciones muriendo a muy corta edad.
Le comenté a mi compadre ese pensamiento y no halló modo de rebatirlo. Por lo que cuando ya íbamos por la escalera que deriva hacia el famosísimo “Callejón del Beso”, pensé que a partir de entonces sería bueno poner un poquito de más atención sobre la veracidad de lo que nos decían los autores de la “historia patria”.
“EL DESTINO NOS TENÍA UNA SORPRESA”. –
Sobre lo que escribiré enseguida ustedes, lectores, dirán si fue casi milagroso o no, pero en todo caso tienen que creerme si yo lo considero así:
En el mes de mayo anterior, mi amigo José Luis Monjaraz Alcántar había metido a las oficinas de la SEP una solicitud de “cambio de estado” para irse a trabajar cerca de su casa en Guanajuato. Pero no habiendo recibido ninguna respuesta ni en julio ni en agosto, en septiembre vio una solicitud de permuta de plaza que una maestra originaria San Juan de las Pirámides, Teotihuacán (muy cerca de Texcoco), había puesto en la cartelera de anuncios que había en las oficinas de nuestro inspector escolar.
Ella trabajaba en León y deseaba volver a un lugar muy cerca de Teotihuacán. Y dejó anotado un número telefónico para que quien deseara permutar con ella le hablara.
José Luis le habló ese mismo día. Quedaron de acuerdo para que el viernes siguiente a nuestra ida a León, se pudieran encontrar en unas oficinas de la SEP que estaban por la calle Pedro de Alvarado en México, D. F.
Mi compadre pidió permiso a su director para faltar ese día, y al mismo tiempo en que yo me fui a mi escuela, él se fue a la Central de Oriente (“La Tapo”, le dicen) para irse a ver a con la maestra.
Ya en la tarde, como a las cinco, volvió mi amigo de la ciudad con un veliz nuevecito, y supuse que el trámite de la permuta había sido exitoso, pero de cualquier modo le pregunté qué había pasado.
Su respuesta me sorprendió: “No se pudo firmar la permuta”.
- ¿Entonces por qué traes ese nuevo veliz?
- Es que cuando ya estábamos en la oficina correspondiente para firmarla, el director de esa área me dijo que era imposible hacerlo porque ¡un día antes habían autorizado mi cambio de estado y yo debería presentarme ya el lunes o martes siguientes en las oficinas de la SEP de Guanajuato!
- ¿Y la maestra, cómo recibió la noticia?
- Ya te has de imaginar. Estaba totalmente ilusionada, y al enterarse comenzó a llorar.
Yo me quedé como diez segundos pensando, y como ya estaba incomodo de perder tantas horas al día en el trasporte, me dirigí a mi buen amigo: “¿Tienes todavía el teléfono de la maestra? Háblale y dile que yo quiero permutar con ella”.
- ¿¡De veras?! Pues vamos a esperar que sean las 9 o 10 de la noche para dar tiempo a que regrese a la casa donde vive en León.
La llamada fue positiva. No vi el rostro de la maestra, pero imagino que brillaron sus ojos y se puso a brincar de gusto.
El lunes a la 8 de la mañana llegué puntual a las oficinas de Pedro de Alvarado. El trámite se cumplió sin contratiempo, y en la tarde del martes siguiente (2 o 3 de octubre, creo) me despedí de la maestra Mirna y de doña Vicky, su mamá y me fui feliz a León.
Me hospedé en un hotel junto a la central de autobuses y, en la mañana inmediata me trasladé a las oficinas de la SEP en Guanajuato, donde, habiendo sido de los primeros dos profesores en llegar, me dijeron que regresara a las 2:30 de la tarde para recoger mis órdenes de comisión.
Decidí entonces aprovechar el resto de la mañana para, , con todas las calmas, recorrer caminando las calles y los callejones de la hermosa ciudad colonial, agradeciéndole enormemente a Dios el nuevo destino laboral que sin yo solicitarlo me había Él dado. Recogí mi nuevo documento en la hora indicada. Me fui a comer otra vez al mercado y a meter en una cantina típica de las que allá hay para tomar un vaso de brandi “Don Pedro” con refresco negro para celebrar.
SIGUIENDO LOS PASOS DE HIDALGO. –
Para colmo de mi buena suerte, esa misma mañana, cuando llegué a las oficinas de la SEP, la única persona que había llegado antes que yo era una muchacha alta y de buen cuerpo, de pelo rizado y con un ruborcito de pecas muy tenues en sus muy frescas mejillas. Bella sin duda. Que estuvo allí no sé si sin mirarme, o aparentando no hacerlo.
Pero el caso fue que, cuando ya cerca del oscurecer me subí a otro autobús para volver a León, ella estaba ya en él, sentada sola.
Me quedé unos instantes como acalambrado, pero venciendo mi natural timidez, le pedí permiso para sentarme junto a ella. Y para mi sorpresa accedió.
Resultó que era de Tepic, y que las órdenes de comisión que le dieron tenían como destino la histórica ciudad de Dolores Hidalgo.
No debo decir más al respecto, pero nos hicimos muy buenos amigos y… me comenzaron a dar ganas de ir a conocer Dolores.
Una vez que finalmente me instalé en la escuela que se me asignó, y que ya tuve oportunidad de conocer todas las partes más interesantes de León, empecé a pensar en que sería bonito aprovechar los fines de semana no nada más para ir a conocer Dolores, sino otros pueblos más.
Y así fue cómo, sin quererlo ni buscarlo, comencé a seguir los pasos del padre Hidalgo, puesto que, como se sabe muy bien, él nació en Pénjamo (por donde muchas veces había pasado yo cuando iba en autobús de México a Colima o viceversa); dio el grito en Dolores; “tomó” San Miguel el Grande; acampó con su ejército en Celaya y dirigió el ataque a la ciudad minera de Guanajuato, en donde todavía se yergue, junto a la gigantesca mole de piedra labrada que es la Alhóndiga de Granaditas, una estatua que nos muestra a don Miguel como un individuo bastante desgarbado, pero en cuyo pedestal hay una placa en la que se afirma que ese monumento es lo más parecido a como él realmente fue.
Continuará.
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