Abelardo Ahumada
Un sábado de finales de noviembre, ya en la nochecita, cuando apenas teníamos unas tres semanas de estar viviendo en Cd. Juárez, un familiar nos invitó a cenar menudo en algún changarro relativamente cerca de la casa y yo me sorprendí, porque en mi lejana tierra casi por lo regular el menudo se sirve y se come sólo en las mañanas. Pero como una tía con la que habíamos vivido en Colima nos aconsejó: “A la tierra que fueres hacer lo que vieres”, acepté la invitación y caminando nos fuimos hasta llegar a un pequeño local ubicado casi enfrente de la arena de box y lucha de “Gori Guerrero”.
En la calle estaba haciendo mucho frío, y en el interior de la menudería el ambiente estaba tibiecito, así que me sentí contento al entrar allí.
Pedimos, pues, un plato para cada uno, y la segunda sorpresa fue que nos trajeron un caldo de menudo rojo muy parecido al que habíamos comido algunas veces en Guadalajara, ¡pero con granos de pozole adentro!
Hernán y yo cruzamos las miradas porque para nosotros el menudo era una cosa y el pozole otra, y nos acababan de servir algo que parecía una combinación de los dos. Todo eso aún sin decir que el pozole que nosotros conocíamos era blanco y con carne de cerdo, y que el menudo al que estábamos más acostumbrados era blancuzco, tirando a verdecito, y se preparaba con pancita y patas de res.
Pero como quiera que fuese, y dado que “el hambre es canija” y nada nos costaba probar, por primera vez saboreamos esa combinación, y la acompañamos con unos refrescos embotellados que allá les dicen “sodas”.
LA PRIMERA NEVADA. –
“Maike”, nuestro hermano menor, cumple años el 1° de diciembre, y el día en que cumplió sus primeros diez lo recuerdo muy bien porque era sábado y amaneció nevando.
Por alguna razón me desperté temprano y me fui al comedor donde estaba el calentón prendido y le subí más la mecha porque la casa parecía un refrigerador. Se me antojó un café con leche, pero no había en la alacena y miré los números rojos del reloj del radio de mi papá para saber la hora y darme cuenta si podría salir a comprar. Eran las 7:15 pero afuera estaba todavía algo oscuro.
Busqué entonces dinero en el monedero de mi mamá, me puse mi chamarra y unos guantes que ella me acababa de comprar, me enjareté un gorro como de antiguo aviador y me fui a la tienda más cercana por un frasco de Nescafé y bolillos recién horneados.
En Juárez, por estar tan al norte, las noches de otoño y de invierno son muchísimo más largas que en todos los pueblos y ciudades del centro y del sur de México, de manera que cuando ya iba de regreso a la casa apenas estaba comenzando a clarear, pero se veía el cielo completamente gris y aun cuando no se había aún instalado oficialmente el invierno (que según eso inicia el 21 o 22 de diciembre), para mi percepción estaba haciendo un frío de los mil demonios.
Caminé unos cuantos pasos por la banqueta y, cuando estaba por cruzar la calle de mi casa, sucedió algo que yo jamás había visto: ¡Comenzaron a caer los primeros copos de la que unas horas después se convertiría en la primera nevada de aquel feliz diciembre!
Al principio fueron unos cuantos copos que no llegaban a cuajarse sobre el suelo, pero sí alcancé a sentirlos en la piel de la cara y, aunque para millones de personas el hecho de ver caer la nieve sea una cosa ordinaria, para mí no lo era, y por eso lo platico.
Nosotros ya habíamos visto las altas cumbres de los Volcanes de Colima cubiertas de nieve, pero ninguno había visto nevar de cerquitas. Así que entusiasmado porque mis hermanos vieran también aquel espectáculo los fui a despertar.
Y si dije hace unos renglones que aquel día era sábado fue porque ninguno de ellos se había levantado para irse a la escuela, y porque esa mañana tampoco fuimos a misa, como era obligado hacerlo las mañanas de los domingos.
Maike y Lucy no se querían despertar, pero en cuanto les dije: “¡Levántense, está nevando!”, se les quitó lo modorro, se comenzaron a vestir y, antes de que estuviera el desayuno listo, y sin cantarle siquiera “Las Mañanitas” al cumpleañero, salimos los cuatro a la calle.
La nevada había arreciado ya, y “las plumillas” (como les dicen allá a los copos) caían formando remolinos y se posaban sobre el pavimento, las banquetas y los autos estacionados, cubriéndolos con una capa cada vez más gruesa.
Entre las nueve y las diez ya había suficiente nieve en el suelo y en los capacetes de los carros como para que se pudiesen hacer bolas con ella, y no tardó mucho para que entre el montón de niños y adolescentes que había en esa hora en la calle, empezaran a desarrollarse pequeñas batallas campales a base de bolazos. Batallas en las que, tímidos al principio, mis hermanos y yo nos dispusimos a participar también.
La mejor y más grande de todas las casas del barrio estaba en una esquina y tenía un bonito “porche” y un patio con forma de “L” al frente. En esa casa vivían Andrés y Julieta Rodríguez Castañeda, dos muchachos como de nuestra edad que después fueron nuestros buenos amigos, y fue ahí donde se comenzó a reunir una chorcha de chiquillos que, pese a tener ya casi amoratadas las manos por hacer tantas bolas, comenzaron a construir el primer muñeco de nieve que a nosotros nos tocó ver en la vida real y no nada más en las películas.
El muñeco terminó midiendo como metro y medio de alto. Luego la mamá de Andrés (o alguno de sus hermanos mayores) le puso una bufanda, un gorro de lana, una zanahoria a modo de nariz y dos grandes botones a manera de ojos, y creo que también hasta una escoba en una de sus “manos”.
Para ese rato cabe decir que nuestros zapatos y calcetines estaban totalmente mojados y los pies heladísimos, pero no nos queríamos meter a la casa.
Al rato, sin embargo, el hambre y la amenaza de congelamiento de los pies nos obligó a volver.
Nos quitamos los zapatos inmediatamente. A Maike y a Lucy ya les habían comprado un par de tenis para cada quien, que luego cambiaron por sus zapatos mojados, pero como Hernán y yo sólo teníamos menos de un mes de haber llegado a Juárez sólo teníamos el consabido par de huaraches que cotidianamente usábamos en Colima. Así que, si queríamos volver a salir a jugar en la nieve, era obligado que nos los volviéramos a poner, pero nos daba un poco de vergüenza salir con ellos porque en Juárez nadie los usaba.
Pudo más, sin embargo, nuestro deseo de seguir disfrutando la nevada y, pensando en el modo en que podríamos impedir que la nieve nos mojara tanto, nos pusimos un primer par de calcetines; luego los cubrimos con bolsas de plástico y encima de ellos un segundo par, antes de terminar calzándonos los huaraches y salir otra vez a la calle, en la que el constante paso de los vehículos y el correr de los niños ya estaba convirtiendo la nieve en un lodo café.
Al rato, pues, la calle se empezó a quedar vacía de niños y volvimos a nuestra pequeña casa; nos quitamos los huaraches igual de mojados ya; los pusimos a secar junto a los zapatos alrededor del “calentón” y, después de comer nos pasamos toda la tarde adentro, viendo las caricaturas en inglés en un canal de televisión que transmitía su señal desde la Montaña Franklin, en El Paso.
Debió nevar durante toda la noche siguiente, porque cuando amaneció el domingo y abrimos la puerta para salir, todos los coches estaban cubiertos como con veinticinco o treinta centímetros de nieve, y el lodo que había quedado en las calles y en las banquetas durante la tarde anterior se había vuelto hielo, dejando las aceras y el pavimiento resbalosísimos, provocando con eso que los autos derraparan y no pocas personas se deslizaran y cayeran al suelo.
A cuadra de nuestra casa terminaba loma sobre la que vivíamos, y la calle, por ende, se convirtió en una resbaladilla gigante en la que creo que todos los chiquillos del barrio y de otras cuadras cercanas se reunieron a disfrutar los resbalones y a participar en las batallas con bolas de nieve.
Una vez más nuestros zapatos se volvieron a mojar y reaparecimos “enguarachados” en las calles como los típicos rancheritos que acababan de llegar de algún desconocido pueblo del sur.
Y, luego, como resultado de haber estado expuestos a tan desacostumbradas condiciones climáticas, casi sobra decir que nos dio calentura y gripe, pero ¡ah cómo disfrutamos aquella primera nevada! Una que, por cierto, el periódico “El Fronterizo” calificó como “la más intensa de los últimos cuarenta años”.
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