Abelardo Ahumada
Retrocedo en el tiempo al mes de agosto de 1976. Por aquellos días trabajaba yo como un obrero más en una línea de producción en serie en una empresa maquiladora de Ciudad Juárez, Chihuahua, y tenía escasos seis meses de haberme salido del Seminario Regional del Norte, donde, después de haber cursado la licenciatura de Filosofía, estaba iniciando el segundo semestre de la de Teología.
El trabajo era rutinario, repetitivo y a veces enajenante y agotador pero no exento de retos, emociones y posibilidades de ascender y ganar más si uno se lo proponía, y yo ya tenía algunos logros en ese sentido, pero me daba cuenta que no siendo un ingeniero industrial o un técnico especializado, nunca podría superar a los que sí lo eran y me preguntaba si estaría dispuesto a vivir siempre como un operario de máquinas que nunca se cansaban en tanto que uno salía de allí con la espalda adolorida, el cuello tenso y el cerebro embotado por tener que realizar la misma y repetida actividad durante un lapso de 8 horas. Lapso en el que los jefes (verdaderos capataces en ocasiones) vigilaban constantemente los estándares de producción de las líneas de ensamble que nos asignaban y sustituían sin consideración a quienes no pudieran con el ritmo o cometieran errores.
La respuesta a esa pregunta fue finalmente negativa. Pero ¿qué podría hacer para cambiarme a otro esquema laboral en el que fuera más libre, más creativo y me sintiera realizando?
Años atrás había sido cajero en un súper mercado, ayudante de mesero, traficante de fayuca, empleado de mostrador y hasta encargado provisional de una cantina, por lo que tampoco me quería dedicar a nada por el estilo, hasta que una mañana desperté con una nueva luz en mi mente: reunir mis papeles escolares, agregarles el certificado de mi licenciatura e irme a colegios y escuelas particulares a buscar que me dieran horas de trabajo en el nivel secundario.
Por aquel tiempo, sin que yo me hubiera dado cuenta, la SEP había aplicado una de sus tantas reformas educativas y, en vez de dar en la secundaria las materias de biología, química y física, las devolvieron para dar «Ciencias Naturales». Y en vez de dar las materias de Historia, Civismo y Geografía de una manera independiente, las revolvieron también y obligaron a los pobres profesores a trabajar con el área de Ciencias Sociales.
Con las Matemáticas, en definitiva yo no iba a poder; con Español tal vez, pero en el colegio Teresa de Ávila, que fue el primero en donde unas monjas dedicadas a la educación me abrieron la posibilidad de ingresar, sólo estaban disponibles 14 horas de Ciencias Sociales por semana, para darlas a dos grupos de primero de secundaria. Así que era eso o nada.
Me quedé meditando un segundo y, como faltaba todavía una semana para que iniciaran las clases, a la directora le dije que sí, y me fui directamente a una gran librería en donde trabajaba mi hermana Socorro para ver los libros de texto del área ya mencionada que me pudieran servir. Escogí tres y me los prestó para llevármelos a leer en la casa.
La siguiente sorpresa fue que no sólo se trataba de trabajar por áreas sino de «planear por objetivos» y, bueno, fui un último turno a la fábrica, renuncié y me fui a la casa a estudiar como loco para no hacer el ridículo el día 2 de septiembre, cuando a la primera hora de la mañana tuviera que dar la primera clase de las miles que, sin sospechar, habría de dar en mi vida como profesor sin título.
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