EL PRIMER CRUCE A EL PASO
Abelardo Ahumada
“LA FORMA 13”. –
Durante la década de los 60as no estaban tan restringidos los traslados entre las ciudades fronterizas mexicanas y estadounidenses, pero prevalecía un esquema muy injusto y dispar, pues mientras que los habitantes de Gringolandia no requerían de ningún papel para cruzar la frontera y andar en Tijuana, Ciudad Juárez, Laredo o cualquier otra ciudad fronteriza mexicana “como Pedro por su casa”, los gobernantes del país del norte, aprovechados y racistas como han sido, se reservaban, como hasta la fecha, “el derecho de admisión”, y requerían que todos los mexicanos que quisieran pasar “al otro lado”, deberían tener un pasaporte.
La visa era (y sigue siendo) necesaria para introducirse en el territorio estadounidense. Pero en las ciudades fronterizas lo que prevalecía eran los pasaportes locales. Y en el caso concreto de El Paso éstos se tenían que tramitar en las oficinas que estaban inmediatamente situadas junto al más antiguo de los puentes que comunicaban a esa ciudad con Juárez.
En aquel diciembre que les he venido comentando, mis papás, mi hermana mayor y mis dos hermanos pequeños ya tenían sus pasaportes locales, pero Hernán y yo no, y como deseábamos ir también a conocer El Paso, mi papá se movió para conseguirnos una especie de pasaporte provisional que al que le decían “La Forma 13”, y en la que los empleados correspondientes tenían que pegar una “foto tamaño credencial” de los solicitantes y anotar los datos de su filiación.
Me midieron y me pesaron para poder anotar: “Estatura 1.73 metros. Peso: 53 kilos. Señas particulares: Ninguna”. Así que ya se han de imaginar cómo estaba yo entonces: largo, ñengo y con la cara en la que comenzaban a asomarse un montón de barros y espinillas, mientras que en el cuello iba apareciendo la famosa manzana de Adán, y sobre mi labio superior el bozo que años después se convertiría en bigote.
DOS DIFERENTES MODOS DE VER LA NAVIDAD. –
Ya estaba muy cerca la Navidad cuando nos dispusimos a ir con nuestra madre por primera vez a El Paso. Y casi sobra decir que yo iba muy emocionado porque, como tanto otro iluso, iba a entrar por primera ocasión al territorio de los Estados Unidos.
Pero antes de referirme a la primera vez que fui para allá quiero comentarles que en casi todos los pueblos y ciudades de la parte de México de donde yo soy, las fiestas de Navidad no implicaban aún los arbolitos iluminados y llenos de esferas, sino los muy antiguos y tradicionales “nacimientos”, en donde, sobre gruesas capas de heno traído de los cerros más altos, se colocaban hermosas figurillas de barro hechas por los artesanos de Tlaquepaque y Tonalá, Jalisco, y que representaban tanto a los pastores como a sus borreguitos, al ángel anunciador, al diablo escondido en alguna parte, a la vaca, el asno y el caballo del pesebre, así como a la Virgen María y al Señor San José. Y que las posadas eran ceremonias de tipo religioso que se realizaban con cánticos y peregrinaciones dentro y en los alrededores de los templos.
A diferencia de lo anterior, lo primero que observé al primer mes de estar viviendo en Ciudad Juárez, fue que ahí casi no se usaban los “nacimientos”, sino los “arbolitos de navidad” cubiertos de esferas y luces de colores, y que las posadas no eran ceremonias que se realizaran con cantos y rezos en los templos, sino que eran, más bien, reuniones caseras de amigos o familiares en las que se bebía ponche de frutas, se comían buñuelos y tamales y hasta se bailaba. Todo ello aparte de señalar que al menos en las principales calles y avenidas del centro había una iluminación “navideña”, que en nuestra tierra tampoco se acostumbraba.
DOS ESTILOS DE VIDA TAMBIÉN DIFERENTES. –
Pero como quiera que todo eso haya sido, al llegar aquel día a la esquina donde se cruzaban las vías del Ferrocarril con la avenida 16 de Septiembre, abordamos un viejo vagón del tranvía que hacía el servicio de pasaje entre los centros de ambas urbes, y desde sus ventanillas pudimos ver otra vez la avenida Juárez con sus muchas tiendas de artesanías, sus bares, sus cantinas, hoteles, teatros de vodevil o “burlesque”, con sus vedettes y desnudistas anunciadas al frente y el aún no tan famoso “Nos-Noa”.
Desde lo más alto del puente vimos de nueva cuenta el panorama de ambas ciudades y, en cuanto “los rángers de Texas” nos autorizaron el cruce, le pedí a mi madre que nos bajáramos del vehículo para irnos a pie hasta el centro, que no parecía estar demasiado lejos. Y, ella, que sólo tenía entonces 34 años y estaba muy fuerte y contenta de volver a tener a todos sus hijos nuevamente reunidos, accedió a mi petición.
Desde las primeras cuadras de El Paso percibí las diferencias de estilo y materiales que había entre las construcciones de dicha ciudad y las de su vecina mexicana, y noté que la gente que iba llegando como nosotros se comportaba de otra manera, porque si en Juárez se cruzaba la calle por cualquier parte y solía tirar papeles y bachichas de cigarro en las banquetas, en la ciudad texana sólo atravesaba por los andadores pintados en el pavimento en las esquinas; depositaba la basura en los depósitos apropiados y se abstenía incluso de escupir o de tirar los chicles al suelo. De igual modo que los choferes, tan atrabancados y descorteces en México, cedían el paso a los peatones, respetaban los altos, no tocaban el claxon y demás cosas así.
En mi tierra, por otra parte, y aunque hoy parezca casi una burrada decirlo, no hay (y menos había entonces) mucha gente rubia que digamos, pero en las calles y en las tiendas de El Paso abundaban los individuos rubios, altos y de ojos azules, con una menor proporción de “gentes de color”, entre los que me daba la impresión que la mayoría fuesen mulatos, ya que sólo había unos cuantos cuya piel era más oscura y brillante que las de los demás, como si conservaran un mayor grado de sangre africana.
Debo creer que mi madre iba divertida con el asombro que se reflejaba en nuestros rostros al ver esa “gente distinta”, o al descubrir en los aparadores juguetes mecánicos o de baterías que nos llamaban poderosamente la atención. Y así, poco a poco, llegamos a una gran tienda que por aquel momento fue lo máximo que me había encontrado en mi vida. Se llamaba, creo, la JC Penny, olía muy bonito en su interior, en donde imperaba el orden atractivo que impone la mercadotecnia y sonaba también, en altavoces muy disimulados, la típica música navideña estadounidense que tampoco habíamos escuchado gran cosa.
Nuestra madre nos dijo que ahí pensaba comprarnos los pijamas de que carecíamos, pero yo en particular, friolento como he sido, le pedí que me comprara una “unión” como la que había visto que los vaqueros de las “películas del oeste” usaban bajo sus ropas para mantenerse un poco más calientes.
Y, ya con los pijamas empaquetados, doña Angelina nos llevó al Kress, una tienda famosísima entre los “paseños” y los juarenses, que según se decía formaba parte de una cadena de negocios de la también muy famosa familia Kennedy.
Esa tienda tenía un olor particular, como de palomitas dulces, que no ha percibido en ninguna otra parte, y su ambientación interior era muy parecida al que muchos años después vi también en las tiendas Samborn’s del Distrito Federal.
Había en el Kress una especie de “fuente de sodas” en la que asimismo vendían café y unas bolas de nieve que servían junto con un plátano, que se llamaban “Banana Split”. Postre riquísimo por el que casi se me salían los ojos, pero que no probé en esa ocasión. Aunque lo que sí probamos entonces fueron unas hamburguesas a las que les agregaban unas rebanaditas de pepinillos curtidos al parecer en vinagre, y que, igual, fueron las primeras hamburguesas que mis hermanos y yo comimos en nuestras vidas.
Saliendo del Kress mi mamá nos llevó justo al sitio en que durante el siglo XIX estaba el centro del pueblo de El Paso, y donde había un típico jardín estilo mexicano, que se fue rodeando de modernos edificios cada vez más altos, y que se conoce (o conocía) como Plaza de San Jacinto.
En esa plaza (ignoro desde cuándo y por qué) algunas autoridades locales ya casi olvidadas quisieron que (contra toda lógica en un sitio semidesértico) se instalara una fuente con esculturas de cocodrilos, misma que popularmente se conoce como “La Fuente de los Lagartos”.
El último asombro de aquella ocasión lo constituyó el hecho de que, en una de las esquinas de aquel jardín, pero instalados a manera de sótano, había unos limpísimos y funcionales sanitarios públicos que se podían usar introduciendo en una ranura una moneda de 10 centavos de dólar.
Volvimos a subir a el tranvía y nos regresamos a Río Bravo por la calle Stanton. Cruzamos enseguida el puente que conecta con la calle Lerdo. Un celador de la aduana mexicana se subió al vehículo para confirmar que ninguno de los pasajeros llevara mercancías prohibidas, y nos bajamos otra vez en la avenida 16 de Septiembre, junto al gigantesco cine Variedades, abordando enseguida un camión urbano para volver al barrio, observando con mayor claridad las contrastantes diferencias de riqueza-pobreza que había entre una ciudad y otra.
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