Dos grandes combatientes
Abelardo Ahumada
MANUEL Y JAIME ALFREDO. –
La noche del viernes 14 de este abril que corre, falleció mi querido amigo, Manuel González Mendoza, y otra noche, de hace 9 años, mientras ocurría un eclipse lunar, ya en la madrugada del 15 de abril, dejó también este mundo nuestro también querido amigo, Jaime Alfredo Castañeda Bazavilvazo, dos hombres valientes que con gran compromiso lucharon por el bien de Colima, que entregaron mucho de su tiempo y esfuerzo para hacer que nuestra sociedad tuviera mejores condiciones para vivir, una conciencia crítica más desarrollada y el afán de que nos moviéramos en un verdadero estado de derecho.
El primero de ellos (pero segundo en morir) logró vivir poco más de 92 años casi siempre regalando alegría. Era un hombre de buena fe y enorme voluntad. Fue uno de muchos hermanos. Nació el 8 de julio de 1931, en el rancho de El Limón, en la sierra que está entre Tecalitlán y Xilotlán de los Dolores, Jalisco, pero ingresó desde muy pequeño al Seminario Conciliar de la Diócesis de Colima para cursar la carrera sacerdotal, recibiendo la ordenación el 29 de diciembre de 1958, del Sr. Obispo Ignacio de Alba y Hernández.
Jaime Alfredo Castañeda, en cambio, nació en Colima el 14 de enero de 1941, y falleció a los 73, aunque, según se los comentó en más de una ocasión a su esposa Leticia de la Mora y a su hija Citlalin, a los tres meses de nacido estuvo a punto de morir mientras ocurría otro gran fenómeno natural, puesto que su casa de muros de adobe y techo de vigas y tejas se derrumbó la tarde de aquel otro 15 de abril, cuando cimbró a Colima un pavoroso y destructivo sismo.
Jaime Alfredo, hijo del licenciado Ramón Castañeda y doña Amalia Bazavilvazo, tuvo también varios hermanos. Entre ellos tres de los que llegué a ser amigo: Ramón (QPD), Amalia y el famoso Chalo de los mismos apellidos.
Estudió Jaime en el Colegio Colima y en el Instituto Colimense, cuando éste estaba en el hermoso edificio de corte porfiriano francés que aún existe en el Jardín Juárez, o De la Concordia. Cursó la preparatoria y la licenciatura en Derecho en la Universidad de Guadalajara, fue un gran lector y, aparte de haber litigado y haberse convertido en notario público, dedicó una gran parte de su tiempo libre a pensar y escribir, convirtiéndose en un verdadero filósofo.
No conozco toda la trayectoria del padre Manuel, pero por amigos que lo conocieron antes que yo, supe que durante varios años fue un gran promotor de vocaciones sacerdotales y que -según me lo platicó alguien tal vez de broma-, fue capaz de “arrimar camionadas de muchachos al seminario”. Caracterizándose también por haber conducido, en la década de los 70as, un movimiento católico que se llamaba “Jornadas de Vida Cristiana”.
Adicionalmente, y ya por charlas personales que con él tuve, supe que durante varios años fungió como titular de la Parroquia de San Rafael, en el bello pueblo de Cuauhtémoc, Col., y que, habiendo durado más de veinte en su condición de sacerdote oficiante, en algún momento crucial de su vida pidió la dispensa papal para retirarse del ministerio. Habiendo contraído algún tiempo después matrimonio con Griselda Barreto Vizcaíno, guapa muchacha del propio pueblo de Cuauhtémoc. Con quien más tarde procreó dos bellas e inteligentes hijas que se llaman Ilce y Ana Grisel.
Todo eso mientras que Jaime Alfredo se casó con la muy guapa Leticia de la Mora Ramírez, Reina de la Feria de Colima en el año de 1968, con quien procreó un hijo varón: Pablo Bernardo, y tres bellas damitas: Citlalin, Viviana y Lavinia.
El “GRUPO MORELOS”. –
Los conocí a ambos en circunstancias que nadie hubiera podido prever, algún día de finales de 1983:
Ese año, a partir de septiembre, un grupo de inteligentes alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas y otras escuelas de la Universidad de Colima, que no querían depender de la tristemente famosa FEC (Federación de Estudiantes Colimenses), tuvo el valor de integrar una planilla para contender por la dirigencia estudiantil en contra de la planilla que propuso el grupo porril que por entonces estaba al frente de dicha institución.
Según datos que por aquel tiempo se publicaron, y que no cito al detalle ni calce, sino de memoria y a grosso modo, aquellos valientes estudiantes estaban conscientes de lo que arriesgaban y, aunque nunca supe cuál fue la estrategia que desarrollaron en su campaña, sí sé que (en ese momento, o un poco después) sus integrantes fueron conocidos como el “Grupo Morelos”.
Por aquellos días (y aunque haya algunos ciudadanos que se molesten porque lo que voy a expresar o quisieran que eso no fuera cierto), la Universidad ya tenía buen rato de haber caído en manos de un grupo facineroso y manipulador que, actuando con la cobertura de funestos políticos, pretendía convertir a la U. de C. en su propio feudo político-electoral para catapultarse por turnos a diferentes cargos y puestos de gobierno. Siendo de hecho, entonces, Humberto Silva Ochoa, su cabeza visible, uno de los que aspiraban a sustituir a la gobernadora Griselda Álvarez Ponce de León.
Dando evidentes muestras de cómo era que esos pillos se manejaban, Silva Ochoa, que se desempeñaba, según eso, como diputado federal por el Distrito 1 de Colima, seguía figurando a la par, como si tuviera tres cabezas y seis manos, como rector de la Universidad y como director de la Secundaria Técnica # 1, y cobraba en las tres partes.
En el verano de 1983 yo había egresado de la referida universidad y cuando fui alumno dentro de ella (y unos meses maestro) me percaté de que él y sus principales ayudantes no sólo se habían aprovechado de la enfermedad del antiguo rector, Alberto Herrera Carrillo, sino que mañosamente se habían ido apoderando de todos los puestos clave, y mantenían al interior un grupo de estudiantes y profesores fieles a ellos, que operaban en calidad de “dedos y oídos” para señalar, escuchar y denunciar a todos aquellos estudiantes o profesores que durante su ejercicio como tales “hablaran de más”, o emitieran señalamientos críticos tanto para el gobierno como para los dirigentes de la Universidad, con el propósito de deshacerse de ellos y no volverlos a admitir, si fueran alumnos, o a no volverlos a contratar, si profesores fueran, anulando así la famosa “libertad de cátedra”, que de dientes afuera cacareaban. Y por eso fue que, cuando supe de las luchas de los estudiante del Grupo Morelos, íntimamente los apoyé desde la tribuna periodística que me había ganado en Diario de Colima, pese a la resistencia y el coraje de no pocos de los reporteros y de los articulistas que aplaudían todo lo que hiciera “el PRI gobierno”, en lo general, y la pandilla de porros, en particular.
El Grupo Morelos, pues, ganó la contienda, pero ése era un resultado que podían aceptar Humberto y sus compinches, porque se convertiría en un ejemplo a seguir para los estudiantes de otras escuelas y facultades. Así que, en vez de aceptar la derrota de su planilla y dar muestras de pluralidad, lo único que se les ocurrió en su mentalidad pedestre, fue echarles lodo a los estudiantes ganadores, declarando ante los medios que controlaban (y que en ese momento eran muchos) que varios de aquellos estudiantes eran alumnos irregulares, empezando por Felipe Flores Castillo, quien había sido el que encabezara la combativa planilla.
En ese grupo, si no recuerdo mal, estaban también los hoy ya famosos historiadores Blanca Estela Gutiérrez Grajeda y Héctor Porfirio Ochoa; Vidal Sandoval Álvarez, ciego de nacimiento, pero estudiante genial y gran músico, que luego estudiaría en México y fundaría en Colima la Asociación Estatal de Ciegos; Javier Sánchez García, un estudiante de veterinaria que amaba la Revolución Cubana y participó en la lucha sindical del SNTE representando la corriente no-oficial que se conocía como “Nuevo Sindicalismo”, y Federico López Virgen, originario de Tepames, que tiempo después sería mi compañero de trabajo en la Biblioteca Central “Profra. Rafaela Suárez” y se convertiría en un excelente fotógrafo.
No sé a cuantos de ésos estudiantes (a otros que los apoyaron) los nombraron los porros “alumnos irregulares”, pero viéndose los agraviados en esa situación y no queriendo que se ensuciara su buena fama, varios de ellos decidieron defender su triunfo y continuar su lucha, acudiendo, ya en ese caso, ante la directiva del Colegio de Notarios, que dirigían entonces tres brillantes y muy honestos jurisconsultos: Jaime Alfredo Castañeda Bazavilvazo, Ismael Yáñez Centeno y Miguel Ángel Flores Puente.
La intención de los estudiantes era la de mostrar a los notarios sus documentos de inscripción, boletas de calificaciones y otros, para demostrar que sí eran alumnos regulares.
Los notarios certificaron la legalidad de dichos documentos, pero, al verse los porros desnudados en tan corrientes maniobras, no supieron actuar con inteligencia y, en vez de tratar de cubrir o matizar sus burdos procederes, ordenaron a sus amanuenses (verdaderos gatilleros del periódico Ecos de la Costa) que se dedicaran a desacreditar a los notarios.
LA PRIMERA HUELGA DE HAMBRE. –
Al ver eso, Felipe Flores Castillo, quien había leído acerca de las acciones libertarias que protagonizaron Mahatma Gandi, en la India, y Bobby Sands, en Irlanda, decidió emprender una lucha pacífica, e inspirado por los métodos de resistencia civil que aquellos dos grandes hombres habían utilizado en sus tierras, un día, pasando las fiestas guadalupanas de 1983, se decidió a ponerse en huelga de hambre para defender sus derechos y exhibir, de paso, como represores, a Humberto Silva, Arnoldo Ochoa y sus demás compinches en el asalto a la universidad.
En aquellos días mi familia paterna y yo vivíamos en la calle Reforma 123, a sólo dos cuadras de la Catedral y del Palacio de Gobierno, y aquella tarde me tocaba ir a las oficinas de redacción de Diario de Colima para entregar mi colaboración semanal, por lo que incidentalmente me tocó ser uno de los primeros paisanos en ver a Felipe Flores acabándose de instalar, él solito, junto a la verja externa de la Catedral, en tan inusitada acción.
Él y yo ya nos conocíamos desde la Universidad, pero luego lo conocí mejor conforme fui sabiendo de la lucha que acabo de describir. Así que, cuando lo vi allí, antes de seguir mi camino para entregar en el Diario mi colaboración, como quien dice lo regañé por haber decidido esa inesperada acción y aventarse “a lo gorras”, pero le prometí que volvería en cuanto me desocupara.
Llegando al Diario (cuyas instalaciones estaban entonces en pleno centro de Colima, calle Gabino Barreda 119) le dije a Héctor Sánchez, su director general y dueño, lo que acababa de ver afuera de la Catedral, y como todavía no habían armado la primera plana, envió rápidamente un reportero para que le tomara una foto a Felipe, saliendo al día siguiente la nota de la primera huelga de hambre de que se tuviera registro en nuestra entidad.
La noticia causó revuelo y cayó como balde de agua helada a una gran parte de la ciudadanía colimota, y como era diciembre e iba mucha gente al centro, no había cerrado aún la noche del segundo día cuando ya varios cientos de personas nos habíamos reunido allí, como para dar, inconscientemente tal vez, nuestro apoyo al muchacho que había tomado la singular decisión.
Para ese momento varios de los demás estudiantes del Grupo Morelos ya estaban también acompañando a Felipe y, aun cuando no se sumaron al ayuno tal cual, su presencia provocaba simpatía entre los asistentes honestos y los que simplemente iban de curiosos.
Salvando a Ismael Yáñez, yo no conocía ni había tenido trato con los otros dos notarios mencionados, pero tomando en cuenta de lo que los porros eran capaces de hacer, los tres me cayeron bien porque habían tenido el valor de declarar la validez oficial de los documentos que los estudiantes les presentaron.
La sociedad colimense era todavía entonces demasiado medrosa y timorata, y aunque la huelga de Felipe despertó la simpatía de algunos paisanos, y hubo quienes tomaran el micrófono para apoyar a los estudiantes del Grupo Morelos, en unas improvisadas manifestaciones tipo mitin que se llegaron a realizar por las tardes, el apoyo no fue suficiente y al iniciar enero del 84, Felipe se levantó de la huelga y el “Grupo Morelos” terminó dispersándose porque, como eran las vacaciones de invierno, cuando intentaron inscribirse en el siguiente semestre, los directivos de las escuelas en donde estaban les pusieron todas las trabas posibles y, hasta donde yo tuve conocimiento, Felipe, por lo pronto, tuvo que ir a inscribirse en una universidad de Sinaloa y Vidal Sandoval en una de la ciudad de México.
Pero, como quiera que todo eso haya sucedido, aquella fue una exhibición pública de sus procedimientos fascistoides que utilizaban los miembros del “Grupo Universidad”, y comenzó su descrédito. Pero si usted está interesado en saber lo que sucedió después tendrá que leer mi próxima colaboración.
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