EL FIN DE LA ÉPOCA VIRREINAL EN COLIMA
Abelardo Ahumada
UNA POBLACIÓN RAQUÍTICA. –
Refiriéndonos de nueva cuenta al ámbito que hoy ocupan los municipios de Manzanillo y Minatitlán, cabe traer a colación algo que no había mencionado, y me refiero a que, según un reporte que elaboró en enero de 1774 un capitán español que durante algunos meses trabajó en la Provincia de Colima, y que se llamaba Juan de Montenegro. En dicho informe se dice, por ejmplo, que en la montañosa región que existe entre ambos municipios, había “una hacienda de ganado mayor nombrada Miraflores, muy inmediata al cerro en que se hace [la] centinela [del puerto], y se mantienen (o mantenían) en ella seis familias de mestizos y nueve de negros y mulatos y una del mayordomo español de dicha hacienda”.
En relación con ese mismo espacio el coronel Diego de Lazaga comentó que los límites del Partido de Colima por ese lado estaban demarcados con los del Partido de Autlán y con la Provincia de Amula por el río Chacala, y que, desde el punto de vista eclesiástico, la muy escasa población que había entonces en Miraflores y en el “Trapiche de Santa María de Guadalupe de El Mamey” (hoy Minatitlán) era atendida por los curas de Autlán, aunque, por estar más cerca, muchos de los habitantes de esa zona preferían cumplir con sus preceptos cuaresmales en la parroquia de Almoloyan, Colima.
Y tanto él como Ponce de León, confirman lo de “la centinela del puerto”, al señalar que aún en sus días (1789 uno, 1792, el otro) seguía existiendo, al norte del “puerto de La Manzanilla”, y muy cerca de donde ahora es el pueblo de Camotlán, otro pobladito autóctono que se llamaba Totolmaloyan, en el que según Ponce ya sólo quedaban “diez familias de indios”, descendientes de los “que antiguamente eran vigías del navío de Filipinas, que divisaban [la llegada de los barcos] desde el puerto de Salagua o [del] Cerro del Centinela”.
Y ya para concluir con la revisión de los datos que aparecen en la “Relación de la Visita a la Diócesis de Guadalajara, 1802”, atribuida al obispo Juan Ruiz de Cabañas, conviene precisar que parece haber sido el 24 de enero de 1802 cuando el padre Felipe González de Islas terminó de redactar los informes de la visita que a nombre dicho obispo él realizó, días antes, a los Curatos de la Villa de Colima y Almoloyan. Y el 25 aparece firmando los concernientes a las visitas que también realizó a las parroquias de Ixtlahuacán de los Reyes y Tecomán.
Por ese tiempo, cabe aclarar, no existía aún el concepto de municipio, y el único ayuntamiento que había por entonces en la región era el de la Villa de Colima. Mientras que, de conformidad con la legislación virreinal vigente, con la excepción del Corregimiento de Xilotlán y con el pueblo de Tecalitlán, que estaba recientemente fundado, Comala, Coquimatlán, Juluapan, Zacualpan y todos los demás pueblos que mencioné seguían teniendo la categoría de “repúblicas de indios”, con sus propios gobernantes que respondían ante el Alcalde Mayor de la Provincia, que siempre fue español.
En ese contexto, pues, en alguna madrugada previa de aquel mes de enero, el padre González arrendó su cabalgadura y, yéndose por la antigua ruta del Camino Real que comunicaba a Colima con las actuales costas michoacanas, pasó temprano por Xilotiapam (hoy Jiliotupa), y llegó, todavía de mañana, a Ixtlahuacan, donde dice “haber encontrado la iglesia parroquial de aquel pueblo enteramente destruida, por cuyo motivo se celebran los oficios divinos en la capilla del hospital” de caridad que ahí mismo existía.
El cura de aquel sitio era don Félix Valcarcel y, viendo seguramente el padre González de Islas la desidia de su colega, le mandó reunir “a todos los indios y vecinos de esta feligresía”, para hacerles “saber la obligación que tienen de formar una digna habitación al Señor de todo lo criado para que en ella se les dispensen todos los bienes espirituales que necesitan”. En una especie de “te lo digo a ti, pueblo, para que entiendas, Félix”.
Adicionalmente, el padre González señala que, de conformidad con los libros de bautizos, matrimonios y defunciones que Valcarcel estaba obligado a llevar, había “mil trescientos treinta y tres almas” distribuidas en toda la parroquia. Cuya extensión, por cierto, era enorme, puesto que llegaba hasta las orillas del mar y hasta la desembocadura del Río Coahuayana. Río al que un fraile que estuvo unos pocos años antes allí, nombraba “Tlacahuayana”, y al que describe abundoso de peces y plagado de feroces lagartos que ya habían aprendido a saborear la carne humana.
Desde Ixtlahuacán, y pasando por la orilla de la hermosa laguna de Alcuzagüi (hoy Alcuzahue), igualmente plagada de lagartos, y que pertenecía a dicha parroquia, el cura visitador se trasladó al pueblo de Santiago Tecomán, a donde, por un incendio que dos años antes arrasó con el templo de Caxitlán, el Obispo de Guadalajara había decidido que se cambiara el sacerdote local.
En esa ocasión, el padre González se encontró a su colega Gregorio Brizuela, quien se desempeñaba como cura interino. Y lo que vio en Tecomán lo llevó a darle su propia jalada de orejas, por cuanto en su informe dice que la sacristía carecía de: “firmeza y resguardo competente, por tener las paredes de carrizo y petates y el techo de paja”. Hecho por el que asimismo le ordenó iniciar la construcción de otra mejor, aunque fuese de adobe.
En cuanto al número de los habitantes de la parroquia de Santiago Tecomán, menciona un padrón de “mil sesenta almas”, que no sólo abarcaba los alrededores del pueblo, sino que incluía en su grey varios ranchitos desparramados en muy amplios y selváticos espacios pertenecientes a los actuales municipios de Tecomán, Armería y Manzanillo.
Como una nota adicional el cura visitante reporta que en los libros de cuentas de la parroquia de Santiago Tecomán observó “grandes y arbitrarios gastos de las cofradías de Ánimas y de Nuestra Señora de la Candelaria”, realizados a sus caprichos y conveniencias en diversas “funciones”, por los mayordomos indios que organizaban las fiestas del Santo patrón y otros; ordenándoles que, en lo sucesivo ya no pudiesen celebrar sino “la [fiesta del santo] titular y el aniversario de los cofrades, sin poderse gastar en cada una más de ocho pesos”.
Con base, pues, en la información recabada por el padre Felipe González, tenemos que en todo lo que hoy es el Estado de Colima, más “el corregimiento de Xilotlán”, que por entonces tenía asignado, había una población raquítica, no en cuanto a su nutrición, “porque no asomaba a su rostro el hambre”, sino por su escaso número, ya que entre todos sumaban apenas 20,830 “almas” atendidas por 16 clérigos, de los que 11 radicaban en la Villa de Colima, 2 en el curato de Almoloyan, y uno en cada uno de los otros curatos nombrados. Siendo esa población (quizá un poco incrementada), la que, a mediados de 1808 comenzó a escuchar vagos rumores de que, al otro lado del mundo, un emperador francés llamado Napoleón Bonaparte, había invadido con sus tropas el norte del territorio español; había sometido al Rey Carlos IV, y mantenía en calidad de preso de lujo a su sucesor, el príncipe Fernando, al que se le conocería después como Fernando VII.
EL SURGIMIENTO DEL BARRIO DE LOS MARTÍNEZ. –
En tanto que parroquia, la de Almoloyan fue la segunda fundada en toda la antigua Provincia de Colima, y su jurisdicción eclesiástica abarcó todos los pueblos autóctonos que formaron parte de lo que hoy son los municipios de Comala, Coquimatlán, Minatitlán y Villa de Álvarez. Y como pueblo, Almoloyan fue también el de mayor importancia y tamaño que hubo en la época virreinal después de la Villa de Colima.
De él se han escrito muchas cosas, y hoy quiero citar una pequeña pero bonita descripción que en 1789 hizo el capitán Ponce:
“Con inmediación a la Villa de Colima, hacia el viento norte, está situado el pueblo cabecera de San Francisco de Almoloyan, con iglesia parroquial, cura clérigo y un vicario que administran los Santos Sacramentos a 67 familias de indios y más de 500 de españoles [criollos], mestizos y otras castas que, por razón de su vecindad con Colima, la hacen casi un mismo pueblo. El referido Almoloyan consta de muchas huertas, platanares y palmas, haciendo agradable emboscada la amenidad de su terreno; y por la ribera del advertido río [de Colima] se hacen sementeras (o sembradíos) de maíz y frijol”.
Datos que me permito hoy resaltar porque fue en ese pueblo, donde, por decirlo metafóricamente, se sintió la primera réplica colimota del terremoto independentista. Pero no nos adelantemos y tomemos nota de lo que el capitán Ponce quiso decir cuando escribió que: “por razón de su vecindad con [la Villa de] Colima”, Almoloyan parecían ser “casi un mismo pueblo”.
El significado real de esta frase se halla en otros documentos de la época que principalmente fueron rescatados del archivo del ex convento de San Francisco por el padre Florentino Vázquez Lara, y que nos permiten muy claramente saber algo muy lógico: que en razón de la necesidad de contar con el agua del Río Colima, tanto los habitantes de Almoloyan como de la dicha Villa, habían ido adquiriendo un mayor número de huertas y solares en ambas riberas, y que por eso, aun cuando el río no era la línea divisoria entre las dos poblaciones, sí lo era un callejón cercano a aquél, que había entre ambas, y que corresponde, poco más o menos, con la actual calle Aquiles Serdán, de la ciudad de Colima. Tal y como se mira en un croquis de la parroquia de Almoloyan levantado en 1814, que se localizó en el Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara, que yo actualicé, y del que les presento un fragmento.
Colateralmente, sin embargo, gracias a esos mismos papeles sabemos que las más de 500 familias no indígenas que estaban viviendo también en Almoloyan, no radicaban en el casco original del pueblo, ni junto al exconvento en cuyos alrededores se fundó, sino en unos “nuevos barrios”, en su mayoría situados al poniente de dicho templo, y en ambas riberas del Arroyo de Almoloyan, sobre todo en un sitio al que se nombra “el Llano de los Martínez”.
Cronistas que me antecedieron refieren que en dicho llano se formó posteriormente un caserío de criollos que todavía tenían algunos esclavos negros y mulatos, al que asimismo nombran como “el barrio de Los Martínez”, y en el croquis que les comento dicho barrio aparece inicialmente ubicado junto a la ribera poniente del Arroyo de Almoloyan (nombrado también “de Pereira”), haciendo esquina con el antiguo camino que conectaba entonces a la Villa de Colima con la Huerta de El Pedregal y el pueblo indio de Juluapan, y que pasaba como a un kilómetro al sur de donde hoy es la plaza principal de Villa de Álvarez. Barrio que, poco a poco, en la medida de que fueron llegando cada vez más familias criollas o españolas a dicho lugar, se fue expandiendo hacia el norte, hasta cruzarse con el camino que iba a Comala. Punto en donde a principios del siglo XIX, el joven párroco José María Jerónimo Arzac, decidió comprar un gran lote para fundar en él, en 1805, una capilla que, cuando se terminó, se dedicó a la Virgen María de Guadalupe, y que con el paso de los años se convirtió en el actual templo de San Francisco de Asís.
En un libro que publiqué en mayo de 2018 y que se titula “Antigüedades de Villa de Álvarez”, comenté las causas por las que se produjo esa considerable llegada de criollos, españoles, negros y mulatos a la “república de indios de Almoloyan”, por lo que sólo me concretaré a decir ahora que, al referirse a las condiciones topográficas del sitio en donde estaba ubicado el casco urbano de la Villa de Colima, un Capitán de las Milicias de la Provincia de Colima, que era hijo, por cierto, del alcalde Ponce de León, señaló lo siguiente:
“La plaza y los edificios [de la Villa de Colima] son de una proporción regular; todos techados de teja. Las calles guardan las reglas de su antigüedad, que acreditan con ser estrechas, cuyo defecto es correspondiente a la ubicación del lugar; pues en menos de una legua a la parte del Norte hay un buen y hermoso llano que llaman Los Martínez, con un arroyo conocido como el Pereira, donde si se hubiera hecho el planteo para el poblado, fueran más útiles a la sociedad humana las proporciones de la gran Villa de Colima”.
Un llano que según él hubiera sido posible convertirlo en tierras de riego muy productivas, con sólo que “los fundadores de la Villa de Colima” se hubiesen decidido a conducir hacia allá “el bajío de las aguas de las amenísimas faldas del vecino volcán”.
Error de planeación que parece haber sido subsanado por algunos inteligentes habitantes de la Villa de Colima, quienes, según lo reportó el ya mencionado capitán Montenegro, en 1774 tenían aquellos terrenos plantados con de palmares, en donde, violando la ley, clandestinamente fabricaban el famoso “vino de cocos”:
“A distancia de un cuarto de legua de dicho pueblo [de Almoloyan] en la […] parte del poniente, están varias haciendas de palmas de los vecinos españoles de esta Villa en donde fabrican el aguardiente de coco que se prohibió”.
Y, para que nos demos, por último, una idea aproximada de cómo era que iba creciendo esa población al poniente del antiguo convento, vale la pena mencionar una especie de reporte censal de 1789, en el que se dice que en el pueblo de San Francisco de Almoloyan había 113 vecinos (o padres de familia, indios en su mayoría); que en el Barrio de los Martínez (actual centro de la ciudad) había 96 (criollos y españoles también en su mayoría); que en el Barrio de los López, al sur de los Martínez, había 43 “de otras castas”; que en el de los Ruices, había 32; en el Barrio del Tepetate (que mucho después fue el “Callejón de los Puercos”, y hoy calle 5 de Mayo y adyacentes), había 30, y en el del Desierto, que nosotros conocimos como Los Cerritos, sobre la actual avenida Manuel Álvarez, había 17, etc.
Barrios que, sin conformar aún una traza urbana, puesto que eran como pequeños ranchos juntos, constituyeron la base criolla de lo que hoy es Villa de Álvarez. Continuará.
NOTA. Todos estos datos corresponden al Capítulo 14 de “Mitos, verdades e infundios de la Guerra de Independencia de México”.
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