Mitos, verdades e infundios. Capítulo 30

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Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810

Cuarta parte
Abelardo Ahumada

LA “BIENVENIDA” PARA EL VIRREY VENEGAS. –

Al iniciar el año de 1810 la política del Imperio era dictada por el llamado “Consejo de la Regencia de España y las Indias” acantonado en Cádiz, y tal vez por apreciar sus virtudes, o por deshacerse de él, fue ese Consejo el que decidió nombrar al teniente coronel Francisco Xavier Venegas de Saavedra, gobernador de dicho puerto, como sustituto del virrey de la Nueva España, Francisco de Lizana y Beaumont Lizana.

Venegas había nacido en diciembre de 1754 en Zafra, provincia de Badajoz, al norte de Sevilla, y no demasiado lejos de la frontera con Portugal. Sus biógrafos mencionan que fue un militar muy inteligente y que, para marzo de 1808, cuando Napoleón ordenó la invasión de España, Venegas ya estaba retirado del servicio, pero volvió a él, sumando sus esfuerzos a los que pelearon en contra de los invasores.

Pero más allá del motivo que haya tenido el Consejo de la Regencia para enviarlo como virrey a México, lo cierto fue que, luego de atravesar el Atlántico durante poco más de un mes, el 28 de agosto llegó a Veracruz. Desde donde, queriendo conocer un poco más a la gente y a los territorios que gobernaría, inició un lento viaje hacia la ciudad de México, deteniéndose a pernoctar (o a pasar incluso un par de días) en algunas de las principales poblaciones del Camino Real, en donde conversó con las autoridades locales.

Estuvo el 10 y el 11 de septiembre en Puebla y llegó finalmente a México la tarde del 13, asumiendo el mando en la mañana siguiente. No pudiendo imaginar entonces que sólo dos días después estallaría el movimiento que se convirtió en el principal problema de su mandato.

Así que la carta que el día 11 se apresuró a enviar el alcalde de Querétaro muy bien pudo ser uno de los primeros documentos que vio Venegas al sentarse por primera ocasión frente a su mesa de trabajo en el Palacio Virreinal. Misiva que junto con la información que recibió por otros medios y/o conversaciones en esa misma semana, lo hizo percibir que había un fuerte sentimiento de inconformidad en el ánimo de algunos criollos novohispanos en contra de las decisiones tomadas por el Partido Español a nivel local, y contra las emitidas por el Consejo de la Regencia de España y las Indias. Y, peor aún, que entre los inconformes estaban algunos oficiales de carrera que pertenecían al Batallón de la Reina.

Pero, el 17, antes, evidentemente, de recibir también las primeras noticias sobre el inicio de la rebelión, respondió la carta del alcalde queretano, instruyéndole a que le siguiera informando sobre las acciones que había emprendido “contra los sediciosos”. Y no fue sino hasta la tarde o la noche del día 21 cuando recibió un tercer comunicado del aquel funcionario, en el que, respondiendo a su petición, le informó que el primer grito de rebeldía había sonado en el atrio de la parroquia de Dolores, y que, el grupo rebelde, lidereado por un cura que tenía la fama de ser carismático y brillante, se dirigía a Querétaro.

El informante en cuestión anotó: “[…] son las once y tres cuartos del día [19] y sólo añado que […] ayer, tanto en el día como en la noche, se han tomado […] de común acuerdo con el Ayuntamiento, el Comandante de la Brigada, los Curas y otros individuos las prontas, executivas y eficaces diligencias para que el Capitán Allende y sus secuaces no logren sus depravadas ideas, capaces, si tuvieran efecto, de ser la causa de vernos envueltos todos en la opresión y en la esclavitud a que anhela el tirano Napoleón”. 

Siendo ésa, pues, “la bienvenida” que, por así decirlo, le dio una parte del pueblo novohispano al ex gobernador de Cádiz.

La mañana de 14 de septiembre de 1810, cuando Francisco Xavier Venegas tomó posesión de su cargo como virrey, ya estaban sobre su mesa de trabajo informes frescos de la rebelión insurgente que se estaba tramando en Querétaro y Dolores.

UN SESGO INESPERADO. –

Al arribar a este punto quiero recordar a los lectores que las muchas “cartas pastorales” que desde julio de 1808 estuvieron emitiendo el arzobispo y los obispos de la Nueva España, para que los curas, los religiosos y los fieles apoyaran a los soldados y a los guerrilleros que estaban peleando en “la Madre Patria” contra de los invasores franceses, cumplieron con su intención, puesto que lograron alentar un fuerte sentimiento patriótico en una gran parte de los pobladores novohispanos, y la idea de que deberían defender al rey y a la religión.

Aquellas cartas y el sentimiento que despertaron tuvieron, sin embargo, un sesgo que sus autores no tuvieron capacidad de prever, puesto que sirvieron para que muchísimas personas se sumaran, como quien dice “en masa”, al movimiento insurgente. Y más cuando en el estandarte del que se apoderó Hidalgo en la capilla de Atotonilco, se pintó la siguiente leyenda: “Viva la Religión. Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América. Y muera el mal gobierno”.

Pero en la contraparte de todo esto cabe señalar, que tal y como se evidenció en el caso del alcalde queretano, muchas de las autoridades de Guanajuato, Valladolid, San Luis, Zacatecas, Guadalajara y otras intendencias entendieron las cosas al revés, consideraron a los insurgentes como agentes de Napoleón, los tildaron y describieron como antipatriotas, y en vez de apoyarlos y unirse a ellos, los atacaron con todos los hombres, caballos y armas que pudieron reunir, iniciándose de esa manera una guerra civil que regó la sangre de ambos bandos durante los once años siguientes.

En el caso concreto de Guadalajara ya vimos que fue la carta que el 17 de septiembre envió el Administrador de la Estafeta de Querétaro a su homólogo tapatío, la que llevó a esa ciudad las primeras noticias sobre la rebelión de Dolores y sobre los hechos que los rebeldes protagonizaron al pasar por San Miguel El Grande, San Felipe y dirigirse a Celaya. Y ya vimos también que debió ser esa misma carta la que, habiendo llegado a manos del Intendente Abarca en el transcurso del 19, lo llevó a publicar la proclama mediante la que notificó que la “guerra de Napoleón en contra de la Nueva España” acababa de comenzar.

A media mañana del domingo 16 de septiembre, Hidalgo recogió del templo de Atotonilco el estandarte de la Virgen de Guadalupe que utilizó como bandera.

Pero ahora trataremos de describir los acontecimientos que, como derivación de esa proclama, y casi como si se precipitaran en cascada, se comenzaron a generar tanto en la capital de la Nueva Galicia como en los principales pueblos de su jurisdicción:

En primer término, tendríamos que considerar que, habiendo Abarca malinterpretado también la noticia del Grito de Dolores, lo mismo hicieron las autoridades eclesiásticas y militares de Guadalajara. Por lo que, cuando se comenzaron todos a organizar para defender la plaza, estaban completamente convencidos de que no tardarían en enfrentarse a los presuntos “agentes de Napoleón”, de los que tanto se había hablado antes. 

Y en segundo, el activismo que a partir de esa fecha desplegaron tanto el Obispo, Juan Ruiz de Cabañas, como el Intendente, Roque Abarca, girando órdenes a sus respectivos subordinados. Todo esto mientras que las noticias del levantamiento de Dolores se iban desparramando por las diferentes regiones de la Nueva España, unas veces con repercusiones, pero en la mayoría sin ellas.

En Guadalajara, en efecto, persistía la creencia de que se habían infiltrado en la sociedad algunos de los multimencionados “emisarios de Napoleón”. Y fue por eso que, tal y como lo expusimos en los capítulos 26 y 27, los acontecimientos que se desarrollaron después de aquel 19 de septiembre tuvieron esa equívoca “inspiración”.

Entre la tarde y la noche del día 21 ya mucha gente de la ciudad de México sabía del estallido de la rebelión en el pueblo de Dolores.

“LA GUERRA A LA QUE NOS LLEVAN”. –

Volviendo al interesante punto en que habíamos dejado esa narración, tendríamos que añadir que el domingo 1° de octubre, cuando los 500 milicianos salieron de la pequeña Villa de Colima con rumbo a Guadalajara, no pocos de ellos se fueron sin saber que no volverían jamás, y que más de alguno concurrió, no por su voluntad, sino forzado por las circunstancias, como se puede observar en el contenido de una carta que Pedro Regalado Llamas, un joven y próspero empresario rural colimote, escribió a don Francisco Covarrubias, su suegro, apenas un día antes.

El autor de esta misiva era en ese tiempo un hombre recién casado y todavía sin hijos; del que por noticias posteriores sabemos que se habría de convertir en el más notable de los guerrilleros insurgentes colimotes.  Pero como no conviene adelantar lo que fue después, me concretaré en decir que la redacción de dicha misiva revela no sólo que sabía leer, escribir y contar muy bien, sino el temple, el carácter y la buena disposición que para el trabajo tenía aquel muchacho emprendedor. Todo esto sin soslayar el dato de que en una de sus frases nos muestra que él no iba participando en las milicias por su propia voluntad, sino forzado.

El documento es una especie de carta-poder en la que Regalado Llamas inicialmente encomendó a su suegro el cuidado de “Petrita Covarrubias”, su esposa; así como el de su anciano padre, don José Mateo Llamas, por cuya salud temía. Pero veamos mejor sus propias expresiones:

“Suplico a usted rendidamente – le dijo a don Francisco- se digne hacer que en mi ausencia se mantenga mi esposa sin que le falte cosa alguna […] e igualmente suplico a usted que mis labores de maíz como de algodón se sostengan con la asistencia que corresponda, sin que por falta de beneficio o cuidado a su debido tiempo se pierdan, pues para ese mismo efecto le dejo a Petrita cien pesos en reales; y si le faltare, que se venda lo mejor y más bien parado (sic) para que a ella no le falte [nada] y se le dé asistencia a las labores. […]

“[También] si acaso mi señor padre don Mateo Llamas, por su avanzada edad llegare al estado de no tener reales (pesos) efectivos, o de no poder por sí solo sostenerse, ni vender sus bienes, suplico se asista con la eficacia debida que yo lo haría hallándome presente, como si […] también se enferma, y si se muere, suplico se le haga un entierro como es de justicia y con la mayor decencia que corresponda, que así es mi voluntad”.

Describe a continuación las propiedades que tenía y anota una lista de personas que le debían algún dinero. Y finalmente le pide a su suegro que no enseñe a nadie la carta-poder, y que sólo lo haga para que “sirva de testamento en caso de que yo fallezca o no vuelva de la guerra a que nos llevan”.


A partir del día 19, los tapatíos se enteraron también acerca del movimiento, y muchos correos propios empezaron a transitar por los caminos llevando (o trayendo) la información más reciente que se iba generando

Expresión de la que ahorita me voy a valer para anotar que cuando los 500 milicianos salieron de la  Colima, en su mayoría a caballo, y con unos cuantos a pie, no sólo se quedó la villa casi totalmente desprotegida, sino con su gente triste, porque de conformidad con los rumores que por esas fechas comenzaron a transmitir los arrieros, la situación que se estaba padeciendo en algunas zonas de El Bajío se estaba comenzando a poner sumamente difícil, y se sospechaba que no tardarían en aparecer otros grupos rebeldes en las intendencias de Michoacán, Guanajuato, Nueva Galicia y Zacatecas.

Por otra parte, aun cuando el documento que lo refiere tiene alguna vaguedad, quiero mencionar que justo en esos mismos y confusos días llegó a Colima un emisario del Cura de Dolores, y que se habría contactado con algunos de sus antiguos amigos y colegas. Pero de manera especial con el bachiller José Antonio Díaz, capellán de San Francisco de Almoloyan, de quien ya se tenían fundadas sospechas de estar en alianza con el padre Hidalgo.

El documento al que hago referencia es una carta fechada también el 29 de septiembre de 1810, en la que el obispo Juan Ruiz de Cabañas le informa al Doctor Rafael Murguía, clérigo residente en Colima, lo siguiente:

“Ha llegado a mí noticia [de] la mala disposición [que] el presbítero don José Antonio Díaz, vecino de Colima y [con] residencia en Almoloya, [tiene] en orden a la fidelidad que debe a nuestro legítimo soberano, a su gobierno, y a la justa adhesión que debería manifestar […] al interés común que defendemos contra los insurgentes de Dolores”, etc.

“[Y] sé también que el 19 del corriente salió otro presbítero a Colima con dirección inmediata a ese pueblo. Y que el mismo día pasó un exhorto de la Junta de Seguridad y Defensa, para que, llegando a ella, [se] le aprendiere y examinare sus papeles. [Pero] creo que no se ha verificado dicha aprensión a esta fecha. […]

“Y si así fuere [usted] me dará aviso […] poniendo al apresado algunos días en parte segura, y no perdiéndolo de vista, procediendo en todo de acuerdo con el juez [de dicha villa]”.

De conformidad con esto, nos estamos enterando que desde un buen tiempo atrás el obispo Cabañas sabía cuáles de los sacerdotes bajo su mando simpatizaban con las ideas independentistas, y cuáles eran, también, los que comulgaban con “la santa causa que él defendía”. Así como que en las diversas garitas de los caminos reales contaba con gente que le informaba acerca de quienes se hacían sospechosos por realizar tal o cual viaje. Vigilantes o espías de los tendremos hablar un poco más en uno de los capítulos posteriores.

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