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Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810
Novena parte
Abelardo Ahumada
SE ACENTUARON LAS CONDICIONES DE ALERTA. –
Durante los primeros días de octubre de 1810 estuvieron llegando a la Villa de Colima noticias que tenían que ver con el movimiento insurgente, y todo aquello fue alterando el estado de ánimo de sus habitantes, pero más de quienes se sentían responsables de la salvaguarda del pueblo, y de los familiares o amigos de los 500 milicianos que se trasladaron a Guadalajara el primero del mes.
Entre los informes que por cartas fueron llegando a los curas y al subdelegado, y entre las novedades que difundieron las dos más recientes gacetas publicadas en México, se decía, por ejemplo, que el lunes 2, el general Félix Calleja, Intendente de San Luis Potosí, había logrado armar un ejército para combatir “a los satélites de Bonaparte” que habían iniciado la rebelión en Dolores; que el miércoles 4, Roque Abarca, Intendente de Nueva Galicia, había ordenado “el apronto” (entrega rápida) de seis mil pesos para la compra de “sillas de montar” para los soldados tapatíos; que el jueves cinco se “revivió”, por decirlo así, en la ciudad de México, el “Cuerpo de Patriotas Distinguidos de Fernando VII”, integrado (ojo con esto) con puros “americanos (criollos) y europeos de 16 años en adelante que no estén ya ocupados en el servicio militar” y que tuvieran dinero para mandarse hacer “un uniforme decente”, incitando que quienes tuviesen “caballo propio [… para] hacer el servicio en la caballería”, y esperando que los primeros en alistarse fueran “los individuos de la nobleza y los empleados de las oficinas” de gobierno “para dar este loable ejemplo”.
Pero la nota que tuvo el rebote más inmediato en la dicha villa fue la de que el jueves 5, en Guadalajara se integró una “Junta Auxiliar de Gobierno y Defensa” con 50 individuos igualmente encumbrados y “reconocidos”. Junta que en su primera reunión solicitó al comandante del Regimiento de Dragones de España, acantonado en la misma, el avío “de armas, caballos y demás enseres” para sus integrantes.
Y como las noticias de que el número de los insurgentes iba en aumento continuaron llegando a esa ciudad, el lunes 8 Abarca tomó la que le pareció una decisión de enorme importancia: la de emitir un ordenamiento público dirigido a los responsables de cada subdelegación y a los alcaldes de cada pueblo bajo su gobierno, que consistía en que, así como en Guadalajara se habría de prohibir la entrada y la salida de gente que no tuviese un “pasaporte” debidamente extendido por la autoridad inmediata, así se tendría que proceder en todas las demás poblaciones de la Intendencia. Ordenando que las personas en las que recayera dicha responsabilidad deberían interrogar a los viajeros para que precisaran el / o los propósitos de sus salidas o entradas.
Y amplió, asimismo, una obligación que desde mediados de septiembre le había dado a los mesoneros: la de que ellos y todas las “demás personas que hospeden en sus casas a cualesquiera individuos”, deberían informarlo a las autoridades locales, bajo advertencia de que, de no hacerlo así, se les consideraría “responsables de las resultas” que por ese hecho surgieren “y sufrirían las penas correspondientes”.
Pero no conforme con eso, Abarca decretó también que sería obligación y responsabilidad de “los padres, amos y maestros”, la de cuidar que sus “hijos, criados, aprendices y oficiales” estuvieran “recogidos en sus casas mientras no hubiese necesidad de que anden en las calles”. Que las “tiendas de vinatería y demás puestos en donde se venda mezcal” deberían cerrar antes de las nueve de la noche, de manera que a esa hora tampoco debería haber nadie en la calle, y menos a caballo, a no ser que tuviesen alguna comisión para “cumplir con su ministerio”. Lo que implicaba un toque de queda hasta las cinco o seis de la mañana. (Hernández Dávalos, Tomo II, varias páginas).
FOMENTANDO EL DIVISIONISMO. –
Todo aquel cúmulo de noticias, más la del presunto alzamiento de los indios de San Francisco de Almoloyan, alteró, como ya dije, el ánimo de las familias criollas y españolas de la Villa de Colima y haciendas, ranchos y trapiches de sus alrededores. Siendo por eso que en la misma asamblea que el Cabildo y los principales vecinos realizaron el día 12, no sólo se tomó el acuerdo de mandar a Martín Anguiano y a Tomás Martínez del Campo, a que recorrieran los dos tramos del Camino Real hacia Tecalitlán y hacia las Barrancas; sino el de que, al igual que se había hecho en Guadalajara, se organizara una “Fuerza de Defensa Interior, a lo menos de cincuenta hombres, treinta de ellos fusileros”, que se armarían con “los fusiles y escopetas que se encuentren entre los vecinos”, y con las lanzas que se habían mandado construir. Enviando para ello un “oficio al Señor Comandante D. Francisco Guerrero del Espinal con el objeto de que se sirva auxiliar […] esta determinación, y que, eligiendo de los soldados supernumerarios de las Compañías [bajo su mando] los más honrados y expertos, nombre de los demás paisanos españoles los que le parezcan más a propósito para componer la fuerza y resguardo interior del lugar, los cuales han de mantenerse acuartelados y en continua disciplina en el uso y ejercicio de las armas para que estén prontos a cualquiera hora que se necesiten; en inteligencia de que de los fondos de Propios se les pagará su prest (salario) a razón de cuatro reales los de infantería y seis reales los de caballería por todo el tiempo que estén acuartelados u ocupados en las funciones del servicio, hasta que cese la causa y necesidad”.
Sobre este punto en concreto cabe recordar que en esa precisa fecha el subdelegado Linares aún tenía presos a “los indios principales de Almoloyan”, y que, pese a haberlos escuchado a todos, y haberse dado cuenta de que sus intenciones para “defender al rey, a la religión y a la patria” eran sinceras, o les seguía temiendo, o los infravaloró, pues cuando se trató de organizar la “Fuerza de Defensa” que se acaba de mencionar, él y los demás “vecinos honrados de la villa”, tosca, mala y despectivamente desdeñaron la participación, no sólo de los almoloyenses, sino de todos los pueblos indios del distrito colimote, pese a que éstos acababan de dar muestras de querer participar en tan importante tarea.
Es posible, sin embargo, que en su afán de prevenirse contra los ataques que pudiesen llegar desde el exterior del distrito, las autoridades locales no se hayan percatado de que al actuar de esa manera estaban atizando la inconformidad popular en vez de apagarla. Pero lo cierto fue que no cambiaron de actitud, y que, tal y como lo reflejan las actas del Ayuntamiento en esos días, sus equívocos raciocinios seguían acrecentando las abominables diferencias de castas que el bando de don Roque Abarca había querido minimizar.
Más allá, sin embargo, de los desplantes de superioridad racial que seguían teniendo, resulta que en algún momento del día 14 arribó a la villa, a matacaballo, un propio enviado desde el 12 por el subdelegado de Zapotlán El Grande a su par de Colima. Quien con prontitud rompió el lacre que sellaba el papel, para enterarse de que dicho subdelegado los estaba exhortando a “resguardar el puesto de Mazamitla como punto de forzoso tránsito por donde el partido revolucionario de la sedición debe precisamente pasar para esta jurisdicción, aquella de Zapotlán, Ia de Sayula y la capital de Guadalajara”.
Al terminar de leerlo, Linares agradeció al mensajero y le entregó (como era costumbre) unas monedas por haberse apresurado para entregar el exhorto en tan corto tiempo. Pero, luego, tras despedirlo con alguna respuesta quizá verbal para su colega de Zapotlán, ordenó a sus ayudantes ir rápidamente a las casas de los miembros del Cabildo y de los principales de Colima, para convocarlos a una nueva asamblea:
En el acta correspondiente dijeron que, una vez enterados del “beneficio que […] resulta de tomar aquella posición de Mazamitla, para impedir el tránsito a los enemigos”, era necesario que se librara una “orden al teniente de Tecalitlán, instruyéndole del contenido del referido exhorto con el objeto de que esté a prevención con todos los vecinos de la jurisdicción para [que junto con …] los auxilios que pueda prestar el Señor Subdelegado […] resguardar aquel punto”.
Aparte, dando nuevas muestras del lenguaje despectivo que “la gente de razón” solía usar al referirse a las demás castas, uno de los asistentes comentó que todos ellos deberían seguir poniendo “preferente atención para dictar las providencia que basten para contener las revoluciones del pueblo inferior y sus horribles consecuencias”. Comentario con el que todos los demás estuvieron de acuerdo, ordenando a continuación que se liberara otro oficio para el señor comandante, solicitándole que se “sirviera disponer de un piquete de infantería” para que resguardara “continuamente las puertas de la Cárcel Real, como precaución [para evitar] una fuga de presos, favorecida acaso por el populacho”.
Y, no conformes con todo lo que habían decidido desde su asamblea del día 10, ese mismo 14 decidieron organizar un “Cuerpo de Patrullas de Vigilancia” nuevamente “compuesto de los vecinos honrados de esta villa”, de manera que “alternándose diariamente cinco o seis individuos” en cada ronda, vigilaran “las concurrencias de la gente vaga, ociosa, sin destino y ocupación, que de ordinario forman ellos mismos en los trucos y billares, en los tendajones y casas donde venden licores, y aun en las calles, en los barrios y en los lugares a propósito que les franquea la situación”, como los espacios cubiertos de “monte que circundan esta villa, procurando a averiguar, si fuere posible, si hay entre ellos algunos emisarios del partido revolucionario”; a los que, en su caso, deberían “aprehender y poner en la Real Cárcel para el procedimiento que contra ellos corresponda”. Buscando con todo esto que “las tales gentes no tengan lugar a conferencias, convocatorias, ni tratados, ni puedan reunirse, fermentar ni ejecutar una revolución tumultuaria”.
Con ese mismo tono e intenciones, el día 16 se reunieron los integrantes del “Ayuntamiento y los notables de la villa”, más “el Reverendo Padre Comendador del Convento de Nuestra Señora de las Mercedes, Fray Nicolás Domínguez […] en la casa del Señor Cura de esta feligresía, D. Felipe González de Islas” (donde hoy es el Teatro Hidalgo), para “para tratar y resolver con maduro acuerdo y reflexión todo lo concerniente a la seguridad y defensa de la villa en las actuales circunstancias”.
Y una vez expuesto el temario, dando evidentes muestras de que estaban muy asustados, pero que eran incapaces de admitir que lo estaban, insistieron en que deberían ser “los vecinos más honrados, sin excepción de familias” a quienes se les comisionaría para impedir “la embriaguez, juegos prohibidos, pleitos, escándalos, corrillos, conversaciones de especies sediciosas [de la plebe] y cuanto sea capaz de turbar el orden y la tranquilidad del público”, fijándose muy bien en las frases y las actitudes de la gente, para detectar su posible adhesión a los insurrectos y la circulación de cualquier papel o pasquín que atentara en contra de “la religión, la Patria, o el legítimo Gobierno”.
Y ya para finalizar la asamblea, el subdelegado Linares tomó la palabra y dijo que, “siendo, por las ocurrencias del día, muy grave el peso de las” obligaciones que debía cumplir, cedía voluntariamente, en ese mismo momento, “sus facultades y derechos al Congreso que preside para que haga a su satisfacción el nombramiento de un Teniente General” que lo apoye en tales trabajos. Proponiendo que para el caso fuera electo “uno de los vecinos patricios de esta villa”.
Los integrantes de dicho ‘Congreso’ apoyaron su propuesta, y por “unanimidad de votos recayó el expresado nombramiento en la persona del Sr. D. Francisco Solórzano”, a quien de inmediato se le expidió “el título respectivo”. (Rodríguez Castellanos, varias páginas).
Así, pues, contando con la predicación constante de algunos de los curas seculares y religiosos, así como con una “Fuerza de Defensa Interior” y con la realización de rondas diurnas y nocturnas realizadas por puros criollos y españoles que vigilaban todos los movimientos del “populacho”, pasaron los tapatíos y los colimotes los primeros días de octubre; pero como entre el 8 y el 9, procedentes del Bajío, llegaron a Guadalajara algunos individuos que iban huyendo desde Guanajuato, y llevaron, entre otros, los primeros informes que hablaban de la presencia de grupos insurgentes en el territorio de Nueva Galicia, el Cabildo tapatío realizó el 10 una asamblea extraordinaria, donde, con palabras muy gráficas, se les notificó a los asistentes: “Los insurgentes inundan la provincia de La Barca” y aun cuando se veía que iba muy” mal armados” y no ser muy numerosos, “debe temérseles porque su doctrina es más poderosa que el cañón”. (Hernández Dávalos, T. II, p. 158).
Pero ¿quiénes eran aquellos primeros insurgentes que penetraron al “suelo neogallego” e inundaron La Barca?
Don Luis Pérez Verdía explicó que se trató de “dos invasiones, una acaudillada por Navarro, Portugal y Huidobro, por Jalostotitlán, Arandas, Atotonilco y La Barca; y otra guiada por don José Antonio torres, por Sahuayo, Tizapán, Atoyac y Zacoalco”. Pero yo he llegado a creer que fue una sola realizada a manera de pinza, aunque, como en este momento ya no queda espacio para presentar los argumentos, de ello nos tendremos que ocupar en el próximo capítulo.
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