Mitos, verdades e infundios (Capítulo 6)

Abelardo Ahumada

Si los escribientes de la historia oficial han decidido echar tierra sobre la vida y la obra de algunos individuos verdaderamente notables, no es de extrañar que, motivados por su “sentimiento nacionalista”, o les echen lodo a otros, o desdeñen totalmente a quienes, por las circunstancias que hayan sido, tuvieron que actuar en su momento en contra “los héroes que nos dieron patria”, y que, por decirlo de algún modo, ante los ojos de dichos escribientes se convirtieron en “los antihéroes”. Frase peyorativa con la que no quiero desconocer el valor personal, ni la congruencia político-ideológica que hayan podido tener, sino que simplemente uso para ubicar a los individuos que, de conformidad con aquellos historiadores, fueron (en este caso) los enemigos de la Independencia de la Nueva España, y del surgimiento, por ende, de un país que antes de que se le bautizara “México”, los primeros insurrectos pretendían que se llamara “América Septentrional”.


“LOS COMISIONADOS”. –

Y, así, formando parte de la larga (y por lo visto odiada) fila de “los antihéroes”, estarían, por ejemplo, don Ángel Abella y don Francisco Salcido. De los que el primero fue el “juez comisionado” para ventilar las causas de don Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y otros de los jefes insurgentes en la cárcel de Chihuahua, y de los que el segundo fue a quien le tocó fungir como escribano en los referidos juicios. Un par de individuos que, por lo que se trasluce en los interrogatorios que llevaron a cabo, no sólo tenían conocimientos legales, sino que eran bastante inteligentes, actuaron de manera ecuánime y no demostraron tener animadversión o parcialidad contra ninguno de los reos, a quienes al término de cada sesión les leían los textos de las declaraciones que iban haciendo para que ratificaran si lo que quedó escrito era realmente lo que ellos habían dicho o no.

Para conocer siquiera un poco de la identidad de estos señores he buscado en algunos libros mexicanos y españoles que tengo a la mano (y en varios libros y revistas especializadas que se pueden conseguir en “la red”), pero de Salcido no hallé un solo dato más, y del juez Abella sólo unas mínimas referencias que aparecen en el Tomo III de “México a través de los siglos”, y en el gigantesco “Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México”, en donde muy escuetamente se nos indica que nació en alguna parte no identificada de España a mediados del siglo XVIII, donde se desempeñó “como guardia de corps”. Equivalente a lo que hoy sería un guardaespaldas, pero a la alta escuela, ya que según las definiciones que encontré de las “guardias de corps”, éstos fueron “escoltas reales […] Constituían el primer y más elitista cuerpo de tropas de la Casa Real […] Formaban el primer cuerpo de caballería del ejército y [eran …] gente escogida y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca”.

También se dice que entre el 6 y el 7 de octubre de 1810, cuando llenos de pánico ante la posibilidad de que los insurgentes llegaran a Zacatecas, los ricos propietarios de las minas locales se dispusieron a huir hacia Guadalajara, San Luis y otras ciudades, Abella se encontraba ahí con su familia, fungiendo como administrador de correos, y que cuando unos mineros enfurecidos reclamaban su paga de la semana anterior, lo vieron subirse a una diligencia para irse también, lo detuvieron y lo amenazaron “de muerte”, pero que el “Conde de Santiago de la Laguna”, rico propietario de dicha ciudad que ya había entablado ciertas relaciones con los insurgentes, “lo dejó en libertad” y optó por irse a Chihuahua. Donde, sabiendo evidentemente quién era, el Brigadier Nemesio Salcedo, Comandante General de las Provincias Internas del Norte de la Nueva España (y ex intendente de las provincias de San Luis Potosí y Zacatecas) lo comisionó para que fungiera como juez en dichos procesos. Datos que me llevan a pensar que, siendo Abella una “persona escogida”, miembro de la escolta real, perteneciente a la élite militar española y con evidentes conocimientos de carácter jurídico, no era cualquier gente, sino un letrado, un tanto viejo tal vez, que como ya no pudo seguir formado parte de la escolta real, y estando ya casado, decidió aceptar un empleo con regulares ingresos en el riquísimo Real de Minas de Zacatecas. Sitio al que, una vez recuperada la ciudad por Calleja, “volvió y recuperó su antiguo puesto”. Falleciendo también allí en una fecha que no se precisa.


Pero viendo más allá de la “opacidad biográfica” que cubrió las acciones de esos dos circunstanciales personajes y del papel que sin habérselo propuesto fugazmente desempeñaron en los albores de la Guerra de Independencia, quiero detenerme un poco aquí para mencionar que, si el juez Abella se manifestó en unos momentos muy hábil para interrogar a los acusados, hubo otros en los que, o ya no quiso profundizar más sobre lo declarado, o le pasó desapercibida la importancia de lo que los reos estaban diciendo. Como según yo fue el momento en que, acabándole de preguntar a Hidalgo por qué decidió apoyar al partido rebelde, el cura contestó que como se habían precipitado las cosas en Querétaro: “[…Ya] no tuvieron más que enviar comisionados por todas partes, los cuales hacían prosélitos a militares por donde quiera que iban”.

Abella, que como ya expuse era un “comisionado” de Nemesio Salcedo, no pareció dar ninguna importancia al hecho de que el exjefe insurgente le estuviera diciendo que él y Allende nombraron a varios otros “comisionados” para que fueran a realizar proselitismo en favor de su causa, dado que no tuvo el tino de preguntar inmediatamente quiénes fueron tales individuos y a qué partes fueron enviados.

Al incurrir en tal omisión Abella perdió la oportunidad de indagar quiénes eran, pues, esos personajes y la posibilidad de denunciarlos, pero para la insurgencia ese hecho fue muy favorable porque fue gracias a la labor que desempeñaron algunos de aquellos “comisionados” que la mecha de la revolución no se apagó ni tras la derrota de Calderón, ni tras del fusilamiento de sus iniciales líderes.

Pero ¿quiénes fueron los “comisionados” de Allende e Hidalgo? ¿En dónde operaron? Y ¿qué tanto llegaron a realizar?

La mayoría de sus nombres son bastante conocidos, pero nunca he visto que ningún otro historiador los haya mencionado digamos que “en conjunto”. Así que me permitiré aquí hacerlo, previa advertencia de que al enlistar los nombres de algunos de ellos no quiero decir que hayan actuado de manera concertada, puesto que se dio el caso de que unos nunca conocieron a otros, y sólo, tal vez, llegaron a escuchar sus nombres o noticias de lo que los demás hicieron:

Una de las primeras referencias que he podido encontrar respecto a esta otra fila de personajes, la brindó fray Gregorio de la Concepción, un clérigo de origen toluqueño que cuando era civil se apellidaba Melero y Piña, de la misma edad que don Ignacio López Rayón, y que, aun cuando fue jefe insurgente en 1810 y capturado en Acatita de Baján, no fue fusilado entonces, sino que falleció a los 69 años, en el Convento del Carmen de Toluca.

Este hombre, a cuyas “Memorias” ya me he referido aquí, escribió que estando en el convento carmelita de San Luis Potosí, y siendo conocido de Allende y Aldama, con quienes había tenido alguna conversación en San Miguel el Grande, también se carteaba con el padre Hidalgo, quien, habiendo llegado el momento de la insurrección, le mandó una carta invitándolo a mover la gente de San Luis, por lo que “tuve – dice- la satisfacción de ser el sexto combinado para libertar (sic) a mi amada patria”. 

Por su parte, el ingeniero en minas, don José Mariano Jiménez, se unió a los insurgentes en la temprana fecha del 28 de septiembre y tras de participar incluso en la Batalla de Las Cruces y en la segunda batalla de Guanajuato, en donde las fuerzas de Calleja resultaron triunfantes, Allende lo comisionó para que se fuera a insurreccionar Saltillo y Monterrey.

Otro elemento importantísimo en esta línea de acción fue don José Antonio Torres, del que nos habla Julio Zárate, en el Tomo III de México a través de los siglos: “Era un horado campesino de San Pedro Piedra Gorda, de la Intendencia de Guanajuato, un hombre de pocas luces (= poca ilustración), pero valiente, activo, astuto y patriota. Habíase presentado con Hidalgo en los últimos días de septiembre, cuando marchaba para Guanajuato, y cumpliendo con diligente patriotismo las órdenes que de éste recibiera, muy pocos días después levantó en armas los pueblos de Colima y las comarcas de Sayula y Zacoalco, situadas al sur de Guadalajara”.


Sin restar importancia a todos los demás, el más conocido de todos ellos fue, sin duda, el señor cura don José María Morelos, viejo alumno del padre Hidalgo, al que el 20 de octubre de 1810, cuando iba éste saliendo de Valladolid con rumbo a México, se le acercó para saludarlo. Caminaron un rato juntos, intercambiaron información e ideas, y como colofón de aquella interesante plática, ya cuando estaban por llegar a Charo, Morelos se ofreció acompañarlo como capellán del ejército, pero Hidalgo le replicó otra necesidad y lo comisionó para que proclamara la insurgencia en las costas y en las montañas del Sur de las Intendencias de México y Michoacán, dándole amplios poderes para que “recogiera armas, reorganizara los gobiernos locales, aprehendiera europeos, deportara a sus familias, confiscara sus propiedades y tomara Acapulco”.

Colateralmente sabemos que el propio Antonio Torres a su vez comisionó a varios otros individuos más, entre los que sobresaldrían dos eminentes sacerdotes: el padre capellán de San Francisco, Colima, José Antonio Díaz; el cura de Ahualulco, José María Mercado y don José María Hermosillo, de los que hablaremos más tarde. 

Y actuando de similar manera, Morelos también comisionó a hombres tan notables como serían después el Dr. José Sixto Verduzco, “los Galeana y los Bravo, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria y el cura Mariano Matamoros”.

Si nos detenemos unos momentos en este interesante asunto, resulta que la ocurrencia de “enviar comisionados por todas partes […] para hacer prosélitos a militares por donde quiera que iban”, que tuvieron Hidalgo y Allende de camino a Celaya, resultó ser sumamente fructífera y exitosa. Dado que en un dos por tres ya tuvieron a fray Gregorio en San Luis, a Jiménez en Monterrey y Saltillo, a “El Amo” Torres en Colima y Guadalajara, a Mercado en Tepic, a González de Hermosillo en El Rosario (hoy Sinaloa), a Diaz también en Colima y Michoacán, a Morelos en toda la franja costera del actual estado de Guerrero y a Matamoros en buena parte de Puebla. Siendo ése el motivo por lo que un reconocido historiador inclinación claramente realista, en su libro “México desde 1808 hasta 1867”, anotó que, pese a la retirada del Ejército Insurgente desde las orillas de la ciudad de México y a la derrota que sufrió contra Calleja en la desastrosa batalla de Aculco, antes de terminar el año de 1810 “el fuego de la insurrección” se había propagado “rápidamente por las provincias del norte y en las colindantes con el Mar Pacífico”, puesto que “la Nueva Galicia, Zacatecas, San Luis y las provincias internas de Oriente (Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas) habían sido agitadas por diversos agentes enviados por Hidalgo y la revolución había triunfado [al menos momentáneamente] en ellas”.  

Eso era, sin embargo, a finales de 1810, cuando hasta Guadalajara había llegado una gigantesca muchedumbre de criollos, mestizos, indios y mulatos deseando unirse al movimiento. Pero tan sólo unas pocas semanas después, y tras de la derrota insurgente en la Batalla del Puente de Calderón, acaecida el 17 de enero del año inmediato, el panorama cambió drásticamente para los seguidores de Hidalgo y la desmoralización cundió tan rápidamente como los elementos de las tropas derrotadas fueron regresando (cada uno como pudo) a sus respetivos pueblos, ranchos y rancherías, desparramados por muchas partes de las intendencias de Guanajuato, Valladolid y Guadalajara.


INICIO Y CONSUMACIÓN EQUÍVOCOS. –

La tentación que tengo para seguir comentando sobre los mitos y los infundios que se han contado sobre algunos de los más conocidos datos de los once años que duró la “Guerra de Independencia” es mucha, pero sé que de seguir así no terminaré nunca y, en función de ello, como me interesa dar a conocer un poco más lo que durante este lapso ocurrió en la zona donde vivo, me concentraré en tratar de referir los hechos que más tuvieron que ver con la región circundante a los Volcanes de Colima, sabedor de que, al hacerlo estaré hablando de lo que ocurrió también en las dos metrópolis más influyentes del área (Guadalajara y Valladolid) y en una buena parte de los pueblos, valles y montañas que abarcan el vértice geográfico de los actuales estados de Colima, Jalisco y Michoacán.

Así, pues, antes de dar por terminada esta serie de comentarios e iniciar la que acabo de plantear, quiero remitirme a una expresión que puse al principio del Capítulo 3: “El movimiento independentista no inició ni terminó cuando se nos ha dicho. Aunque para facilitar la exposición y la comprensión de los hechos conviene que se proceda así”.

Ese movimiento, en efecto, nos ha sido presentado en dos fechas tope de “inicio” y “consumación”, “como si cualquier proceso social realmente iniciara un día y terminara otro, siendo que todo hecho tiene sus antecedentes, y deriva (o puede derivar) en múltiples consecuencias”. 

Y en este preciso apartado sólo quiero mencionar que uno de los principales acontecimientos que se manejan como antecedentes de la Guerra de la Independencia en nuestro país, ni siquiera se produjo en la Nueva España, y tampoco se generó por el repudio que hubiera entre los pobladores de aquella enorme región en contra del Rey de España, sino precisamente a su favor. Como lo podremos constatar en una relación de hechos que el Intendente de la Nueva Galicia y los miembros del Ayuntamiento de Guadalajara publicaron el 30 de octubre de 1808. 

Relación a la que nos referiremos en el primer capítulo del texto que titulé: “Insurgencia y contrainsurgencia en los alrededores de los Volcanes de Colima”, y que empezaremos a revisar en mi próxima colaboración.


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