Ahogar las penas con vino de cocos
Tercera parte
Abelardo Ahumada
En el interrogatorio que en agosto de 1612 llevaron a cabo el procurador de la Villa de Colima Juan de Monroy, el regidor Juan Fernández de Tene y el escribano Jerónimo Dávalos, un vecino que se llamaba Sebastián de Vera, explicó que por ser ya muy pocos los indios que había en la región, los españoles se habían visto obligados a traer gente de otras partes, al grado de que, en ese preciso año, a él le constaba que había “muchos negros y chinos” trabajando “en el beneficio de las dichas huertas de cacao, estancias y labores comarcanas”. Negros, que aun siendo esclavos llegaron a fungir como capataces en cuadrillas de trabajo de los indios, y que se ocuparon muy principalmente en la servidumbre, pero también en los trabajos especializados de los trapiches. Filipinos a su vez que, conocedores de todas las virtudes de las palmas, fueron traídos exprofeso para que se dedicaran a su cuidado y, a entre otras cosas, la destilación del vino de cocos; mientras que los españoles y los mismos indios aprendían las técnicas y los procesos para su fabricación. Tal y como lo observó posteriormente un eclesiástico en 1631, cuando por ejemplo dijo que en “la huerta de Tepuxtitlán de Juan Martel hace botija y media o dos cada día; [y que] para su avío hay algunos chinos, y con ellos y otros habrá como doce personas”. Proceso que, según se mira, hasta los frailes del convento de San Francisco Colima estaban dispuestos a aprender, o del que obtenían algún beneficio económico, puesto que el mismo clérigo anotó que aquéllos administraban “la hacienda de Miguel Pano, chino, que tendrá hasta cien palmas y hará cada día una botija de vino; llámase el sitio de Tecuciapa”.
Como complementó de esta información existe un expediente elaborado en 1678, en el que se refieren las peripecias y vicisitudes por las que pasó un filipino que vivió en Colima y en Sayula, en condición de esclavo. Tristísimo episodio en que aparece como promotor de su esclavitud un clérigo.
El filipino se llamaba Domingo de la Cruz, y era, según las expresiones de la época, “de nación chino, esclavo de Juan Sánchez, vecino de Zapotlán”.
Este filipino, al reclamar su liberación, narró a los miembros de la Real Audiencia de Guadalajara, cómo llegó a ser esclavo en la región:
‘Soy nacido y criado hasta la edad de seis años en el pueblo de Tatuli, jurisdicción de Cebú en los reinos de Manila, y habiéndome sacado de dicho pueblo y de la casa de mis padres el capitán Antonio Rodríguez, difunto, me llevó a la ciudad de Manila y … me dejó para que sirviese a la Virgen Santísima del Rosario en dicha ciudad seis años; y habiéndolos cumplido, malinosamente el padre provincial de los religiosos de Santo Domingo me envió a vender a las Indias con un capitán de un navío cuyo nombre no me acuerdo, el cual desembarcó en el puerto de Salagua y me vendió al capitán Pedro de Urbina, vecino de Sayula, el cual me vendió con el dicho Juan Sánchez de Bañales”.
Indirectamente relacionado con la narración del filipino Juan Sánchez, conviene hacer el señalamiento de que, entre 1593 y 1606, el doctor Santiago de Vera, tío o papá del ya mencionado colimote Sebastián de Vera, fue gobernador de la Nueva Galicia, y que antes de eso él había sido también gobernador de las Islas Filipinas, donde probó por primera vez el medicinal vino de cocos que le seguían mandando desde Colima.
Por ser corroborante del asunto que ahora estamos tratando citaré el párrafo completo: “Es así verdad que aunque le llamaban vino de cocos por lenguaje común, naturalmente es aguardiente, y de ordinario los doctores Tavares, Bernal, Cárdenas y otros graduados de medicina lo recetaban y mandaban beberlo para muchas enfermedades [como] macanas, frialdades; y contra ponzoña ha visto este testigo acabado de picar un alacrán a un negro en una casa y huerta de cacao de esta provincia, donde son más ponzoñosos que en otras partes, [y] dándole el aguardiente dicha sin más confección ni mixtura, lo sanaba, trabándole como suele trabar la dicha ponzoña a las personas picadas de los dichos alacranes. Y al doctor Santiago de Vera, Presidente de la Chancillería de la Galicia, que ya es difunto, le oyó decir este testigo que había vivido muchos años con la salud entera después de beber la dicha aguardiente; y que la empezó a usar para su salud y vida desde [que estaba en] las Islas Filipinas, donde fue Presidente y Gobernador, y que cuando le faltaba se veía en grande aprieto, y que Dios le pagase a un vecino de Colima que tenía cuidado de enviarle algunas botijuelas de la dicha aguardiente; y esto fue en una ocasión de enfermedad, y el dicho doctor Tavares, presente, aprobando la dicha bebida por saludable y medicinal. Y según esto y la experiencia que este testigo ha visto del dicho efecto y buenos efectos de la dicha aguardiente, no es nocivo ni pernicioso así para indios como para otras personas usando de él en la cantidad debida”.
Dos párrafos más adelante, Sebastián de Vera dijo igualmente haber visto hacer “del fruto de las dichas palmas, aceite, miel y vinagre, y confeccionar el dicho aceite a unos chinos con la betónica, y hecho de esto un ungüento para sanar heridas penetrantes y viejas, donde no ha[n] bastado [para] sanarlas las medicinas de botica que se han traído para ello”.
Pero regresando al tema de la Probanza y de la tala que se ordenó de los palmares de Colima, es de creerse que no se aplicó del todo, y que, en su caso, las autoridades virreinales optaron por disimular, pero siguieron vigilantes.
Y menciono esto último porque al revisar los Inventarios de Bienes de Autoridades de Colima levantados en Colima en 1622, Juan Carlos Reyes Garza (QPD) se encontró con que 17 de los 33 funcionarios o exfuncionarios que hicieron su declaración de bienes, manifestaron tener palmas en su propiedad, y 24 de los 33 algunas huertas de cacao, a veces intercaladas con palmas. Habiendo menciones precisas en cuanto a la producción de vino de cocos en varias de ellas. Así, por ejemplo, Alonso Álvarez de Espinoza, dijo que en una heredad que recibió: “Hay hoy mejoras en arboledas frutales y palmas de cocos. Mientras que el capitán Rodrigo de Brizuela declaró haber recibido de su suegro, don Pedro de Monroy, en dote para su hija Beatriz de Monroy, una pequeña huerta: “Yten, me dio quince palmas de … hacer vino, que beneficiándolas dan cincuenta arrobas de vino cada año, que valen a tres pesos arroba, montando ciento cincuenta pesos [menos] … cincuenta pesos [de gastos], quedan ciento de renta”. O de utilidad, como diríamos hoy.
Por su parte, Jorge Carrillo de Guzmán dijo: “De los cocos, bien beneficiados, sacaré cada año doscientas botijas de vino, que valen seiscientos pesos. Tendrán de costa (de gastos), los cocos y la huerta, ciento y sesenta pesos”.
Aunque uno de los testigos mencionó como medida la arroba (equivalente a 11.5 kilos, aproximadamente) y otro la botija (5.4 litros) para medir el vino, bien se nota que ambos productores comentan que sus utilidades eran dos veces mayores que sus gastos, lo cual es signo de que la producción y venta de dicho aguardiente era un negocio bastante más bueno que el del cacao; pese a las utilidades del cacao tampoco fueran desdeñables.
Ambos negocios entraron, sin embargo, en bancarrota, debido a que, primero en “en septiembre de 1623, y luego en octubre 1626, azotaron en las costas de Colima dos terribles huracanes que destruyeron los cacaotales y arrasaron con buen número de palmas. Tanto que los vecinos se vieron sin patrimonio y decidieron despoblar Colima.
En relación con este acontecido vale la pena citar aquí algunos párrafos de otro documento que el profesor Sevilla halló, y que don Rodrigo Pacheco Osorio, Marqués de Cerralvo, Virrey de la Nueva España, emitió el 4 de marzo de 1627, a través de su ejecutor, don Luis de Tobar Godínez:
“[…] el capitán Domingo Vela de Grijalva, vecino de la Villa de Colima, por sí, y en nombre de los demás vecinos de ella, me hizo relación, que por el año próximo pasado de 1626, corrió un huracán tan recio, que derribó, y arrancó todos los árboles de cacao, palmas de cocos, frutales y cañaverales de aquellos valles, dejándolos asolados; a cuya causa, muchos de los dichos vecinos, viéndose destruidas sus haciendas con que se sustentaban, y obligados a trabajar de nuevo, se resolvieron a irse a otras Provincias, donde les pareció que tendrían mejores comodidades. Y Considerando don Juan Sámano de Quiñones, Alcalde Mayor y Capitán de Guerra de aquella Provincia, los inconvenientes que de esto se seguirían, por ser la dicha Villa de tanta importancia al servicio de su Majestad, para la guarda (vigilancia) de las Costas del Mar del Sur, y que con este fin se mandó fundar, les requirió no se desavecindasen de ella, ni la desamparasen”. Prometiéndoles que le presentaría al gobierno virreinal una solicitud para que les concediese “licencia para sembrar palmares de nuevo, y vender el vino de cocos libremente por toda esta Gobernación”. Promesa que cumplió muy bien porque la licencia obtenida fue para “que por tiempo de diez años siguientes puedan sembrar palmares, y hacer y vender el vino de cocos en todas las partes y lugares de esta Nueva España”.
El cacao, sin embargo, ya no se pudo recuperar y los vecinos de Colima continuaron dedicándose al cultivo de caña, a las siembras ordinarias de maíz y frijol, a la producción de sal, mientras los palmares se recuperaban y podían producir, nuevamente, el mencionado vino de cocos.
Aguardiente cuya producción fue más tarde en aumento, según lo llegó a escribir en 1631, el fraile mercedario Francisco Rivera, Obispo de Valladolid, tras de su visita a Colima. Y quien, prudentemente, no se manifestó ni a favor o en contra de nadie en cuanto a dicho producto concierne, dando simple relación de lo que en ese sentido le tocó ver: “En las huertas del Valle de Aguacatitán [propiedad] … de Juan Gutiérrez de Monroy, Rodrigo de Brizuela, Jorge Carrillo de Guzmán, [y] Hernán Gómez Machorro, se benefician cada año trescientas vasijas peruleras de vino de cocos […] “En el Valle de Tecuciapa, la huerta de doña Francisca de Carbajal hace cada año ciento cincuenta botijas … “En el Valle de Xicoltán, la huerta de Ana de Moscoso hace cada año cincuenta botijas … “En el Valle de Cajitlan, [en] las huertas de los Victoria, la de Juan Jiménez de Nava, la de Juan Carrillo de Guzmán … [y] la de María de la Chica… se hacen como mil botijas”, etc.
Pese a todo lo anterior, no vayan a creer los lectores que la producción y la venta del vino de cocos ya no tuvo contratiempos, porque los hubo, y muchos; pero lo cierto fue que, casi en la misma medida que menguó el cacao, aumentó la producción de aquel aguardiente, lo mismo que la producción de la sal y las plantaciones de caña de azúcar. Así, por ejemplo, ya en 1674, Bartolomé López decía en su testamento que en su Hacienda de San Cristóbal, en términos de Caxitlan, dejaba una huerta de cocos bien provista con: “Un horno con dos cazos, en que se hace el vino, con su dotación de barriles. Once cántaros, en que se cuece la tuba, y cien botijas en que se tiene el vino. [Más] treinta y dos botijas de vino de cocos, a peso y medio cada una”.
El problema, sin embargo, fue que las condiciones de relativa bonanza en la provincia de Colima no duraron para siempre. Y, aun cuando los palmares siguieron evidentemente allí, entre las dificultades climáticas, administrativas y hasta comerciales que se siguieron presentando, la producción de vino de cocos fue decayendo cada vez más, a resultas, por último, de la prohibición que para “el trato y comercio del vino de coco…en las haciendas de palmas que tienen los Españoles e Indios” de esta provincia, emitió el “Duque de Albuquerque, Virrey que fue desta Nueva España”. Según escribió en 1774, don Juan de Montenegro, Justicia Mayor de la Provincia de Colima, diciendo que dichas actividades productivas habían “venido a decadencia total”.
Decadencia que 15 años después corroboraría el último alcalde mayor de la provincia de Colima, al escribir desde Tecalitlán al virrey en 1789: “Antiguamente se fabricaba en abundancia aguardiente, que sacaban de la tuba que dan las palmas, cuyo trato hoy en día está prohibido […] La palma de coco produce en su cumbre abundantes racimos, vendiendo cada docena a real y medio, a los que por fin de año entran a rescatarle para llevarlo a México y otros lugares, despreciando de este fruto la estopa, que tiene tantos usos en los navíos del Rey; porque para aligerar la carga, desnudan el coco y abandonan dicha estopa… A algunas palmas en el vástago [de la flor] les hacen incisión y atan un tecomate que recibe el licor que destila, que llaman tuba; su color es de perla; su gusto, acabada de bajar, es agradable y dulce; y al poco tiempo queda agridulce, que es más gustosa; y, dejándola pasar, se forma un fino vinagre”.
Datos que nos hacen notar que, hacia finales del siglo XVIII ya no se habló más del vino de cocos, que tan mala y tan buena fama había dado, alternativamente, a los palmares de Colima.
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