Abelardo Ahumada
UN ROMANCE DE GENTE GRANDE. –
Don Félix Cárdenas González, originario del municipio de Villa de Álvarez, Colima, llegó a vivir en Ciudad Juárez antes de 1930, y vivió más de 40 años allí, desempeñando diversas actividades laborales, hasta que puso un establo de vacas lecheras en un gran solar ubicado en la Colonia Chaveña.
Pero antes de dar más detalles sobre su vida, debo hablar de quien fue su segunda esposa: Carmen Ahumada Salazar, hermana mayor de mi padre. Y comenzaré por decir que esta querida tía rondaba los 48 años, nunca se había casado, vivía en la misma casa que nosotros y era la encargada de la pequeña oficina de correos que había en La Villa, como cariñosamente le decimos a nuestro pueblo.
Hacia finales de 1959, cuando quien esto escribe contaba con casi seis años, llegó a nuestra casa la noticia de que un primo de mi papá y de mi tía (que trabajaba en la aduana fronteriza de Ciudad Juárez), se había visto envuelto en una terrible balacera en la que una banda de contrabandistas mató a uno o dos de sus compañeros e hirió a otros, por lo que su ánimo se trastornó y tuvieron que retirarlo algunos meses del servicio.
Por respeto a su buena fama no debo mencionar su nombre, pero sí puedo decir que como él creció junto con mi tía y mi papá, lo querían mucho y ella decidió ir a ver cómo estaba. Así que, aprovechando que doña María Guzmán de Cárdenas, su amiga desde la infancia (que también radicaba en “en las orillas del Bravo”), estaba de visita en La Villa, decidió tomar unas vacaciones y se trasladó a Juárez.
Doña María nació y creció en el mismo barrio que mi papá y mi tía, pero al iniciar la década de los 40as del siglo pasado, siendo todavía muy joven, se casó con don Cristóbal Cárdenas Cortés, paisano suyo, y se fueron también a buscar la suerte “al norte”, radicándose en la entonces polvosa colonia Chaveña, muy cerca de donde, desde unos pocos años atrás, vivían unos familiares de don Cristóbal, de apellidos Cárdenas González.
Doña María y don Cristóbal vivían, como yo mismo lo constaté después, en la esquina nororiental de la calle Pablo López Sidar y del callejón Felipe Carrillo Puerto, también en la Colonia Chaveña; mientras que cuatro de los hermanos Cárdenas González vivían a poquito más de una cuadra y a la vuelta, precisamente por la calle Miguel Ahumada. Y estoy casi completamente seguro que fue doña María quien presentó a mi tía con don Félix o viceversa.
Doña María y don Cristóbal tuvieron, hasta donde sé, cinco hijos: María Luisa, que con el tiempo se quedó a vivir en Villa de Álvarez con su tía Lupe Cárdenas Cortés y sus abuelos; Silvia; Rafael (que después se iría a estudiar también a Colima); Lázaro (que vive hoy en Guadalajara); Alma (que falleció a los 7 años) y Pedro (uno o dos años más grande que yo), que como este redactor también fue docente en la Sierra Tarahumara, pero que lamentablemente ya falleció.
Muy aparte, sin embargo, de cómo se hayan conocido realmente mi tía Carmen y don Félix, lo que sí puedo asegurar es que a los pocos meses de que ella había vuelto a La Villa, un día escuché que se iba a casar con un señor que había conocido en Juárez, y puse el ojo y el oído atentos a lo que sucedería después, primero porque yo la quería mucho y estaba muy identificado con ella y, segundo, porque en mi muy corta vida yo nunca había visto que se casara una mujer que estaba por cumplir los 50.
En eso llegó el mes de febrero de 1960 y, como era costumbre de mucha gente de mi pueblo, en cuanto se terminaron las fiestas Charrotaurinas en honor de San Felipe de Jesús, cargamos nuestros tiliches en un camión de volteo y nos fuimos a vivir por unos meses a la orilla del mar, en el pueblo salinero de Cuyutlán, dueño, se puede decir, de una de las playas más extensas y bonitas del Pacífico Mexicano, que se caracteriza por tener olas muy altas y kilométricas a lo ancho.
Un viernes de finales de marzo la tía cerró temprano la oficina del correo, comió a toda prisa para tener tiempo de alcanzar el tren para Manzanillo, se bajó en Cuyutlán, y contentísima llegó a nuestra casa llevando la noticia de que su pretendiente de la frontera no tardaría en llegar también a formalizar el trámite del casorio, con petición de mano y todo.
La tarde en que eso sucedió, yo estaba, para variar, de mitotero, listo para enterarme de los detalles, de modo que cuando llegó el famoso señor, me tocó verlo entrar: güero, chapeado, canoso, ojiazul, de lentes, con tejana gris de fieltro, muy limpio y bien planchado.
Mis padres rentaban entonces una bonita casa que estaba situada frente a donde hoy es la plaza del pueblo y existe una cabeza colosal de don Benito Juárez, en recuerdo de que también pernoctó una noche allí (la del 8 al 9 de abril de 1858), cuando junto con su reducido gabinete pasó huyendo para Manzanillo, y desde donde dos días después zarpó hacia Panamá.
Mi papá, muy alto y delgado en comparación al solicitante de la mano de su hermana, y dos años menor que ella, le dio una cordial bienvenida y le facilitó amablemente las cosas con unas copitas de ron, para que no se le trabara la voz. Mientras que mi tía, totalmente abstemia, no disimulaba los nervios y se veía notablemente emocionada.
No puedo decir más de los trámites, pero sí que la tarde del 9 de abril, (creo que era el sábado anterior a la Semana Santa), mi papá contrató un coche de alquiler y nos fuimos él, mi mamá, mis dos hermanitos y yo hasta Colima, para participar en la boda, que apadrinaron, por cierto, por parte de la novia, mis también tíos Elisa Pérez y Carlos Alcaraz Ahumada, connotado político colimense. Mientras que, por parte del novio, lo fueron doña Cuca Cabrera y su esposo, el profesor Adolfo Cárdenas Cortés, exdiputado local, y hermano de don Cristóbal que ya mencioné, y del doctor Magdaleno Cárdenas Cortés, quien por aquellos años (o al poco tiempo) se trasladó a vivir también en Ciudad Juárez, donde se dio a conocer como médico del IMSS, y puso su consultorio y una farmacia (si no me equivoco) en la esquina suroccidental del cruce de las calles Aquiles Serdán y Emilio Carranza, de la Colonia Chaveña.
La misa del casamiento se realizó en el Hospicio Guadalupano, un pequeño templo que todavía existe en el centro de la ciudad de Colima. Y la fiesta en la casa de don Felipe Ahumada Salazar, hermano de la novia. Actos en los que como niño inquieto y curioso también me tocó participar.
UN VIEJO CORRAL DE ORDEÑA. –
No supe ya en qué momento la feliz pareja tomó el autobús hasta Ciudad Juárez, pero dos años después, cuando la tía volvió a Colima, recuerdo muy bien que nos comentó que las calles de La Chaveña no estaban pavimentadas, o que, si lo habían estado, ya no lo estaban más, sino que eran de tierra y llenas de pozos, y que lo mismo pasaba en muchas partes de su nueva ciudad, por lo que nos la mencionó como “la ciudad de los hoyancos”. Ciudad, pues, a la que, tomando en cuenta esa descripción, no se me antojaba conocer.
Pero como dijera Rubén Blades en la canción-corrido de “Pedro Navaja”, “la vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida”, y fue así como, después de estar llevando una rutina familiar más o menos cómoda, un día, de repente, en la primavera de 1964, mi padre se quedó (ya grande) sin trabajo, se tuvo que ir gastando sus ahorros y, al cabo de un año, la familia se metió en una situación de crisis de la que parecía ser imposible salir, hasta que en el verano de 1967, buscando el alivio de todos esos pesares, mi padre se fue a vivir a esa remota ciudad, y a los pocos meses tuvimos que hacerlo nosotros también.
El gran solar en donde estaba el establo de vacas lecheras que tenía don Félix ocupaba cuatro quintas partes de la manzana que aún se encuentra entre el callejón Jesús Nájera por el poniente, la calle Miguel Ahumada por el oriente, la Pablo López Sidar por el norte y la Héroe de Nacozari por el sur. Y si menciono estos precisos datos es porque en toda la parte oriental del solar había tres casas, en las que vivían también los hermanos Amalia, Pedro y Félix Cárdenas. Quienes según me lo platicaría tiempo después el último mencionado, llegaron a vivir a Juárez en los inicios de los años treinta, cuando La Chaveña constituía una buena parte de la orilla sur de la todavía entonces pequeña ciudad, y cuando los muy grandes solares se conseguían realmente baratos.
Mis hermanos y yo crecimos en un pequeño pueblo rodeado de ranchos y corrales de ordeña, a donde solíamos ir de mañanita a beber “palomas” (leche ordeñada directamente en un vaso, adicionada con un chorrito de alcohol y polvo de chocolate), y a veces, en las tardes, a pialar y jinetear becerros, de manera que la existencia de aquel establo de vacas manchadas nos hizo mantener una conexión muy íntima con nuestro antiguo modo de vida, y más cuando nos dimos cuenta de que, en dos de las casas vecinas a la del tío Félix, vivían otros niños y/o adolescentes: Pedro y Manuel Cárdenas Pacheco, y Patricia, Jesús, Hugo y Adriana Navarro Valadez, que desde mucho tiempo antes que nosotros usaban el mismo espacio para jugar.
No sobra decir que fueron ellos los que nos invitaron a sus juegos, ni que con cierta frecuencia se les unían también sus primos Martha Cecilia, Liliana, Alfonso, Sergio y Priscila Ramírez Ramos, que por entonces acababan de estrenar casa en el flamante fraccionamiento Los Nogales. Habiendo sido todos ellos los primeros grandes amigos que mis hermanos y yo tuvimos en Ciudad Juárez.
Continuará.
Más historias
Colima a la vanguardia de la protección jurídica de los animales de abasto
Este sábado en Manzanillo será el Campeonato de la WBC de Muay Thai, Boxeo y MMA
ESTACIÓN SUFRAGIO