Mitos, verdades e infundios. Capítulo 38

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Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810

Décima segunda parte

Abelardo Ahumada

LOS TRES TOCAYOS. –

Entre el 22 y el 23 de octubre de 1810, cosa de nueve o diez días antes de que se llevaran a cabo los combates de La Barca y Zacoalco, el obispo Cabañas hizo suyos los edictos de excomunión “fulminados” por Abad y Queipo en Michoacán, por el Arzobispo de México y por la Santa Inquisición en contra de Hidalgo “sus secuaces y sus principales satélites”. El 24 imprimió el suyo y, a partir del día siguiente, utilizando el sistema de enviar mensajes “por cordillera”, ordenó que se distribuyeran copias en todas las parroquias de la diócesis. Pero junto con el paquete enviado a la de San Felipe de Jesús (que llegó a Colima como el día 30), iba además una carta a cuyo contenido me voy a referir un poquito más adelante.

De conformidad con aquellos datos, las copias del Edicto de Excomunión emitido por el Obispo Cabañas fueron colocadas (como era costumbre) en las puertas del templo principal y de los más grandes de la villa, mientras que las otras fueron enviadas a los de San Francisco de Almoloyan, San Miguel Comala, San Pedro Coquimatlán, Santiago Tecomán e Ixtlahuacán de los Santos Reyes, con la instrucción a sus capellanes de leerlas en público desde los respectivos púlpitos, y de colocarlas después en las puertas también de sus templos o capillas. Por lo que ya nos podemos imaginar el alboroto que se generó con eso, particularmente en la Villa de Colima, en donde 18 años atrás, el antiguo rector del famoso Colegio de San Nicolás se había desempeñado en calidad de párroco.

Y, en cuanto a la carta que mencioné, ésta iba dirigida al sucesor de Hidalgo en dicho curato,  evidenciando el hecho de que Cabañas tenía espías muy confiables allí, y echándole tierra, además,  a otro sacerdote muy querido por los naturales de Almoloyan:

“Estoy informado por un conducto muy seguro de las expresiones seductoras, falsas y subversivas de la tranquilidad pública que sin embarazo produce en honor del cura de Dolores, don Miguel Hidalgo, el presbítero don José Antonio Valdovinos, vecino de esa Villa; y en esta atención cuidará usted de tener muy a la vista al dicho Valdovinos, y observar de cerca sus expresiones y conducta para darme cuenta de todo ello con oportunidad, procediendo en caso necesario a su captura, poniéndolo en lugar seguro y avisándome luego para las ulteriores providencias, procediendo en todo de acuerdo con el juez real”. (Olveda, obra citada, p. 78).

Si los lectores han revisado algunos de los capítulos anteriores, posiblemente recordarán que el señor cura de Colima era el padre Felipe González de Islas, mientras que padre Valdovinos había sido uno de los tres que participaron en las reuniones que las tardes del 8 y del 9 de octubre realizaron en el camposanto del pueblo “los principales del pueblo de San Francisco de Almoloyan”, a los que se les metió en prisión del 10 al 13. Y que, por lo mismo (pero tal vez desde antes) era sospechoso de simpatizar con “la causa independentista”.

Posible ruta que siguió la gente del Amo Torres para irse a tomar la Villa de Colima.

El asunto sin embargo fue que ni el padre Valdovinos ni su tocayo José Antonio Díaz (de 57 años en ese tiempo) fueron aprehendidos, pero si bien el primero permaneció en su lugar bajo la vigilancia de González, a Díaz ya no se le volvió a ver en lo que restó de octubre ni en Almoloyan ni en la Villa de Colima; por lo que se deduce que, harto tal vez de estar observando la injusta realidad en que vivían sus indios, o sintiéndose perseguido y a punto de ser capturado, simplemente desapareció de la escena, sin que ni su jefe, el padre Isidoro Reinoso, o alguien más, supiera de su paradero. 

Corroborando este dato, el presbítero e historiador colimote Florentino Vázquez Lara, anotó que el padre José Antonio Díaz, mostrándose “intransigente desde un principio para defender a los indios, y a la causa de la Independencia, dejó la sotana y empuño las armas” (Comala, 1984, p. 44).

Pero, por lo que sucedió después, es posible creer que se haya retirado a Zapotlán el Grande, de donde era originario; y que, ya estando ahí, habiéndose de algún modo enterado de los movimientos que estaba realizando El Amo Torres, decidió salir a su encuentro con la intención de presentarse con él, topándoselo en Mazamitla o en Cojumatlán.

Es evidente que, siendo un desconocido para el guanajuatense y estando en tiempos de guerra, el padre Díaz no podía llegar con Torres sin valerse de algunos medios para identificarse, y en ese sentido todo parece indicar que no sólo le dijo que Hidalgo y él habían sido “co-catedráticos en el Colegio de San Nicolás”, o que don Miguel lo sucedió como vicerrector en la misma institución, cuando “se retiró a su tierra a recabar la herencia de una capellanía”; sino que también le mostró unas cartas que el penjamense le había enviado desde Dolores algunas semanas atrás. Deducción que pude realizar después de haber leído el “Expediente del Juicio Sumario contra el bachiller José Antonio Díaz, acusado del delito de infidencia”, que cuando, ya había sido capturado por los realistas, le levantaron en Guadalajara a partir del 16 de febrero de 1815, y que aparece citado en el libro “Dulces inquietudes y amargos desencantos” (Servando Ortoll, Colima, 1997, p. 26 y siguientes). 

En todo caso, su también tocayo Torres parece haber creído, si no todo, una buena parte de lo que Díaz expuso cuando se encontraron, puesto que, no sólo lo nombró capellán de la fracción del ejército que le había encomendado a su hijo mayor y al capitán Rafael Arteaga, sino que más tarde tendría mucho contacto con él, como tendremos oportunidad de demostrarlo en capítulos posteriores.

También es posible que, no deseando entrar a los pueblos para evitar combates innecesarios, hayan decidido avanzar por veredas un tanto más “extraviadas”.

LA TOMA DE COLIMA Y EL ESTABLECIMIENTO DE UN GOBIERNO INSURGENTE. –

Pero volviendo al tema que en este capítulo nos ocupa, cabe precisar que la comisión que Torres les dio a su hijo mayor, al capitán Arteaga y al recién incorporado Díaz, fue la de tomar la Villa de Colima y establecer en ella uno de los primeros ayuntamientos integrados por insurgentes de la región.

Lamentablemente no he podido hallar, en ese sentido, ni un solo documento que nos indique si la ruta que ellos siguieron para ir hacia Colima fue la muy usada del Camino Real que, saliendo de Mazamitla pasaba por Tamazula y Tuxpan; o si, habiéndose ido primero ellos con El Amo, por la Sierra del Tigre hasta Atoyac, hayan partido enseguida hacia el sur, pasando por Sayula, Zapotlán y Tuxpan, o si tomaron veredas un poco más extraviadas para no pasar por ninguno de esos pueblos. Pero muy al margen de este detalle, otro dato que también se logra entrever entre toda esa maraña de hechos, es que algunos de los milicianos colimotes que formaron parte de la caballería del teniente coronel Ignacio Villaseñor, lograron escapar del diluvio de piedras que les echaron encima los dos mil indios del Amo Torres a Zacoalco, y que, habiéndose apresurado para llegar a Colima, arribaron antes que los insurgentes allá, con toda probabilidad en el transcurso de la noche del 6 al 7 de noviembre, llevando con ellos la  devastadora noticia del apedreamiento de no pocos de sus compañeros de grupo, investidos como “defensores de Guadalajara”. Propiciando una especie de convulsión social que se desparramó por todos los barrios de la villa, y ranchos y pueblos de los alrededores, pues, como se recordará, 500 milicianos radicados en aquellos rumbos habían partido de allí hacia dicha ciudad apenas cinco semanas antes.

Y otro detalle que asimismo se ha podido inferir fue que, así como ocurrió en Guadalajara con el obispo Cabañas, los oidores y otras encumbradas personas, algunos miembros de las autoridades locales de Colima y de las familias más poderosas se esfumaron también de la villa, a más tardar el miércoles 7, por cuanto que, según se pudo  comprobar documentalmente y con posteriores testimonios, fue el jueves 8 de noviembre, cerca del medio día, cuando el grupo insurgente capitaneado por José Antonio Torres (hijo) y Rafael Arteaga  llegó y entró a Colima, “sin encontrar mayor oposición” (Cartilla Histórica de Colima, Ignacio G. Vizcarra, 1891, p. 22). Entrada que no hubiesen podido verificar de manera pacífica si los integrantes de la Junta para la Defensa Interior se hubieran mantenido apostados en los parapetos naturales que les proporcionaban las barrancas del Volcán.

Desde que en el transcurso del lunes 5 de noviembre llegó a Guadalajara la noticia de la desastrosa derrota de las tropas realistas en Zacoalco, el obispo, los oidores y algunos de los españoles más acaudalados se dispusieron a partir por el camino de San Blas.

Corroborando lo escrito por Vizcarra, en la Compilación de Documentos “Colima y la Guerra de la Independencia en Colima”, se observa este mensaje: 

“Al final de la última página del Libro-borrador de Comunicaciones Oficiales de la Subdelegacion de Colima, correspondiente al año de 1810, consta la siguiente nota: “Hasta aquí el tiempo y gobierno del Sr. Subdelegado D. Juan Linares, depuesto por el nuevo Gobierno Americano, esto es, por los Comisionados D. Rafael Arteaga y D. José Antonio de Torres. — Colima, ocho de noviembre de mil ochocientos diez, a las dos de la tarde”. (Rodríguez Castellanos, 1911, p. 56). 

Adicionalmente Vizcarra maneja del dato de que, si bien los insurgentes no encontraron “mayor oposición” al hacer su “primera entrada a Colima”, sí percibieron “un gran desorden, que se aumentó” en la medida de que, indiscriminadamente, como ya tenían por costumbre hacerlo, sacaron a todos los reos que había en la cárcel real. Varios de los que, malacostumbrados como estaban a delinquir, aprovecharon las circunstancias, y se unieron a otros malos insurgentes para dedicarse durante algunas horas al pillaje, y a secuestrar a ciertos criollos y españoles de los que se sospechaba que podrían sacar buenos rescates.

Todos esos actos tuvieron una percepción, digamos ambivalente, por parte de los residentes locales, en la medida de que unos eran realistas de corazón, y otros entusiastas simpatizantes del movimiento independentista. Pero como quiera que fuese, parece ser que hasta los propios José Antonio Torres y Rafael Arteaga se percataron de que si sus subordinados se siguieran comportando abusivamente, el desorden y los abusos se volverían en su contra y, en vez de ganar adeptos para la causa, lo único que lograrían sería provocar la animadversión de los colimotes. Así que buscaron el modo de convocar a los principales que quedaban visibles; lograron reunir a 72, y el 12 de noviembre realizaron una asamblea se propuso y tomó el acuerdo de elegir a un ciudadano que, reconocido por su capacidad administrativa y su probidad, fungiera a partir de ese momento, como “Tesorero y Depositario de todos los caudales de los europeos presentes y ausentes de esta villa”. (Rodríguez Castellanos, p. 58). Nombramiento que recayó en la persona de “Don Martin de Anguiano, vecino republicano de esta Villa de Colima”. Un individuo bastante singular al que, Torres hijo y Arteaga, en su papel de “Comandantes Comisionados de Guerra” y miembros de la “Armada del Excmo. Señor Doctor Don Miguel Hidalgo y Costilla, Virrey, Cobernador y Capitán General de esta América” reconocieron como virtudes propias su “fidelidad, religiosidad, patriotismo y [su] asiento de conducta” (sic), así como “los servicios que había hecho” (y les constaba) “a nuestro Rey y a esta República”. (Ibidem, p. 57).

Por otra parte, creo que es importante señalar que, pese a ser un reconocido enemigo personal del padre Hidalgo, y haber realizado públicos y notorios esfuerzos para evitar que sus feligreses simpatizaran con la causa independentista, el párroco González de Islas no huyó de Colima (como sí lo hizo en Guadalajara el Obispo Cabañas), sino que permaneció visible en su templo y en su casa. Del mismo modo como lo hicieron también los dos frailes dirigentes de Los Juaninos y de Los Mercedarios. Mismos que, respetados en su valer, fueron convocados también por Torres y Arteaga, para la elección del “Depositario de los Bienes de los Ultramarinos”, como igualmente se les llamaba a los españoles peninsulares. Y, segundo, para elegir a las nuevas autoridades del único ayuntamiento insurgente de que se tiene registro en la Villa de Colima, el cual quedó integrado por:

“Su actual Subdelegado Presidente, D. José Sebastián Sánchez; el Alcalde de primera elección, D. José Vicente Dávalos; el de segunda D. Tiburcio Brizuela; Los Diputados D. José Mariano Díaz, Teniente de una de las Compañías de esta División de Milicias del Sur; D. Felipe Ánzar y D. Antonio Moreno; y el Síndico Procurador D. Marcos Silva” (Ibid., p. 66).

La noticia de la derrota realista en Zacoalco cundió rápidamente por todos los pueblos de la región y alborotó a muchos naturales para sumarse a la lucha.

EL AMO RECIBE UNA INVITACIÓN PARA TOMAR PACÍFICAMENTE GUADALAJARA. –

Pero mientras todo eso estaba sucediendo en Colima, en Guadalajara se había generado un inicial descontrol, ya que, como hicieron patente algunos cronistas e historiadores locales: los primeros individuos que huyeron al enterarse de las derrotas de La Barca y Zacoalco, fueron el obispo Cabañas, los oidores Recacho y Alva y algunos de los españoles más acaudalados, propiciando con eso que el ridículo regimiento de “La Cruzada” se disolviera, y que los integrantes de la Junta Auxiliar de Defensa Interior demostraran su falta de valor y su incapacidad para pelear por la “Santa causa” que habían jurado defender.

Viéndose en tales circunstancias, y habiéndosele desertado la inmensa mayoría de los individuos que se alistaron en las milicias tapatías, el subdelegado Abarca se salió también de Guadalajara y se fue a guarecer en San Pedro Tlaquepaque, con una pequeña guardia de soldados fieles que no llegaba ni a los 120.

Así que, los criollos que no pudieron (o no quisieron) huir, y se quedaron al frente del Ayuntamiento Tapatío, se reunieron también en su sede para deliberar qué podrían ellos hacer para evitar un derramamiento de sangre similar al que había ocurrido en Guanajuato y, habiendo tomado nota que a Zacoalco estaban llegando miles de paisanos más que iban a sumarse a la fuerza independentista, concluyeron con que lo único y mejor que podrían ellos hacer, era nombrar una comisión que saliera de la ciudad y viajara hacia el sur con el propósito de negociar con el brigadier Torres Mendoza, la entrada pacífica de sus huestes a la hermosa ciudad. Comisión que, como lo podremos constatar en la próxima entrega, cumplieron a cabalidad. 

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