Mitos, verdades e infundios. Capítulo 42

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Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810

Décimo sexta parte

Abelardo Ahumada

EXPECTACIÓN, ESPERANZA Y MIEDO. –

Ya vimos que, después de las derrotas que las defensas realistas de Guadalajara sufrieron en La Barca y en Zacoalco, algunos miembros la jerarquía eclesiástica y gubernamental, y los más acaudalados españoles, salieron de la ciudad para tratar de proteger sus vidas y sus intereses, yéndose unos a esconder en sus propiedades rurales, y cerca de 200 hacia el puerto de San Blas, donde tendrían posibilidades de embarcarse si los insurgentes llegaran a Tepic o más cerca.

En ese contexto la población que no quiso (o no pudo) salir de “La Perla de Occidente” comenzó a experimentar encontrados sentimientos de simpatía o rechazo, esperanza y miedo a favor o en contra de los insurgentes que no tardarían en arribar a ella, y según algunas referencias escritas, cuando José Antonio Torres Mendoza (El Amo) se hallaba instalado en Santa Ana Acatlán (hoy Acatlán de Juárez), llegó hasta su campamento una discreta comitiva de vecinos tapatíos enviada por el Ayuntamiento de la Ciudad, a parlamentar con él para que su eventual entrada fuese pacífica y sin derramamiento de sangre. Petición a la que el antiguo arriero accedió, no sólo porque le tenía cariño a esa ciudad, sino porque era de sentimientos nobles.

Cumpliendo, pues, con el compromiso adquirido, desde la tarde del día 10 de noviembre Torres instruyó a sus subordinados en el sentido de que, para evitar reyertas y malquerencias, deberían indicar a los grupos que jefaturaban que su marcha habría de ser disciplinada, y así parece haber sido, como lo indican testimonios de la época, ganándose por esa causa la admiración y el reconocimiento de los rancheros que habitaban a la vera de esa parte del Camino Real de Colima, y de los tapatíos que abarrotaron la calle en que, ya dentro de la ciudad, aquél se convertía.

Por testimonio directo del Amo Torres sabemos que la entrada de su gran grupo se comenzó a verificar a las nueve de la mañana del 11, y por otros complementarios sabemos también que, cerrando la pinza que rodeó las márgenes sur y norte del lago de Chapala, esa misma tarde, entraron a su vez, por la garita de San Pedro Tlaquepaque, las fuerzas insurgentes dirigidas por Toribio Huidobro y Miguel Gómez Portugal.

El primer individuo que dio razón de eso fue un fraile dominico que como presbítero ya había alcanzado el grado de doctor, y en Guadalajara tenía una imprenta que después prestó a la gente de Hidalgo para que ahí publicara sus proclamas y sus documentos oficiales. Se llamaba Francisco Parra y, en razón de sus luces y comportamiento Hidalgo lo comisionó para que, junto con el teniente coronel José María González de Hermosillo, iniciara las campañas insurgentes que tuvieron el propósito de incitar la rebelión en el vastísimo territorio donde ahora existen los estados de Sinaloa y Sonora. Pero veamos su testimonio:

“El ejército [insurgente comandado por José Antonio Torres] entró triunfante el 11 de noviembre a la ciudad, con las más vivas y expresivas aclamaciones que se han visto. Entraron también [en la tarde de] ese mismo día con su División los coroneles Portugal y Navarro, que hicieron fugar a Recacho de La Barca”. 

“Como estos comandantes quedaron victoriosos en aquel punto y Torres en Zacoalco […] he aquí que se disputa[ron] le preferencia en el mando”, pero como Torres consiguió también “la capitulación de la Ciudad”, les propuso que su diferendo lo resolviera “el Señor Hidalgo, que se hallaba en Valladolid, y que con su resolución se aquietaran todos, quedando entretanto Torres con el mando; [y] así convinieron”. (Hernández y Dávalos, T. I, p. 379).

La batalla de Aculco, muy cerca de esta hacienda, ocurrida el 7 de noviembre, fue desastrosa para el ejército de Hidalgo y Allende.

Avalando esto último, y agregando un par de datos, Pérez Verdía anotó: 

“El Ayuntamiento [de Guadalajara] envió a encontrar al vencedor de Zacoalco una comisión compuesta por los señores D. José Ignacio Cañedo y D. Rafael Villaseñor, a fin de ofrecerle la ciudad y pedirle garantías […] Prometiólas de buena voluntad y el 11 de noviembre a las 9 de la mañana hizo su entrada triunfal, causando satisfactorio asombro ver el orden con que procedieron aquellos desnudos y valientes indios”.

“Se alojó en la casa de D. José Ignacio Cañedo y como esa misma tarde entraron también Godínez (¿Gómez?), Alatorre y Huidobro, vencedores de Recacho, se suscitó la cuestión de saber a quién de todos habría de conferirse el mando de la ciudad. Cuestión que propuso Torres quedase aplazada para que la resolviese el Generalísimo [Hidalgo], conservando entretanto el mando interinamente con lo cual se mostraron sus competidores conformes”. (Pérez Verdía, p. 43].

Aquél día era domingo también, y las cosas en Guadalajara no se pusieron mal de inmediato, pero como el “ejército insurgente” no iba avituallado y varios miles de los nuevos voluntarios que se le habían unido a Torres tampoco llevaban bastimentos para ellos o para sus familias, que en muchos casos fueron acompañándolos, el hambre insatisfecha los fue empujando a la desesperación y, no habiendo tampoco cocinas militares que les dieran su rancho, empezaron, como era de esperarse, a robar para comer, propiciando que quienes eran robados se defendieran o pusieran, como popularmente se dice, “el grito en el cielo”. Y a nombre de todos, el miércoles 14, el Ayuntamiento envió a Torres un oficio quejándose de que, a pesar de haberse él mismo comprometido “a la conservación del buen orden y de la seguridad pública […] siguen las quejas por el pillaje, se advierten en las calles indios armados, y se ha excarcelado a reos de cuenta, de quienes vive en mucho recelo el vecindario”. 

Torres negó lo referente a la excarcelación de reos, y a lo demás respondió: “En cuanto a los indios ya les ordenaré cómo deben comportarse en la ciudad”. (Ibidem, T. II, p. 223).

Promesa que, sin embargo, le resultó imposible cumplir, porque a las dificultades para que tanta gente pudiera comer, se sumó el problema de que tampoco hallaban donde dormir, ni en donde “hacer del cuerpo”; viéndose en la imperiosa necesidad de tender sus petates en las calles y defecar en las mismas.

El 8, sin embargo, otro grupo insurgente se posesionó de Colima y levantó los ánimos de algunos.

SURGEN NUEVOS MOTIVOS DE DESCONFIANZA ENTRE HIDALGO Y ALLENDE. –

Colateralmente a esto, fray Francisco Parra agregó el dato de que Torres envió a Valladolid un jinete con algunas cartas para Hidalgo, en las que, entre otras cosas le informaba de su entrada a Guadalajara y del dilema que le planteó el mando del numeroso contingente que se reunió allí, mientras que, por diferente ruta envió otro correo a Guanajuato, para llevarle similares informes al General Allende.

En aquellos días, cuando  el desmoralizado Hidalgo acababa de regresar a refugiare en su querida Valladolid, apenas estaba tratando de digerir el amargo trago de bilis que le provocaron la desastrosa campaña emprendida contra la ciudad de México y la terrible derrota de Aculco, acaecida el día 7, sobre la que hay noticias de que perdió casi la mitad de la gente que hasta entonces lo había acompañado, y toda la artillería, y gran parte de la pólvora y las armas que le quedaban. (Hernández Dávalos, T. II, págs. 225 y 273). Todo eso sin olvidar el dato de que estaba resintiendo la recriminación que sus amigos militares (sobre todo Allende) le estaban haciendo por haber dado la orden de retroceder en vez de entrar a la capital de la Nueva España. Así que, por lo que sucedió después, tenemos suficiente bases para inferir que los informes enviados por Torres sobre los triunfos de La Barca y Zacoalco (que le llegaron el 14 en la noche, o el 15 por la mañana), debieron de parecerle como un bálsamo mentolado que se aplica a una magulladura, y que la carta que contenía el informe sobre la entrada triunfal del Amo a Guadalajara, le debió parecer también como una bendición del cielo, puesto que de algún modo le recompensaba parte de lo que había perdido, y le daba alientos para seguir adelante.

Un párrafo en especial debió de llamar poderosamente la atención del entonces maltrecho ánimo del ex cura de Dolores: “Estoy arreglando -le dijo Torres- este Gobierno como mejor hallo… hasta que V. E. me mande sus órdenes, o… pase a tomar posesión de la Corte de este Reino sujeta ya a su Gobierno”.

La tentación que implicaba la frase que acabo de resaltar era grande, pues le daba la oportunidad al excura para instalar una sede de gobierno en la segunda ciudad más importante del territorio virreinal y la posibilidad de ya no tener que involucrarse directamente en los campos de batalla, así que, o no la pudo, o no la quiso resistir. Pero, perspicaz, Allende también lo entendió así, y sabiendo que su más poderoso enemigo (el General Calleja) sí había encontrado modos para reabastecer su ejército, trató convencer a Hidalgo de que no se fuera a Guadalajara, y que, en vez de eso, se apresurara para ira a ayudarle a defender Guanajuato, a recuperar Querétaro y atacar nuevamente a México.

Y tres días después (el 11) el numeroso “ejército” del Amo Torres hizo su entrada triunfal a Guadalajara.

UN INSÓLITO INTERCAMBIO EPISTOLAR. –

Para lograr ese propósito Allende le envió al “Generalísimo”, el 19 y el 20 de aquel noviembre, dos cartas muy fuertes que, tal vez por no echarle tierra al caudillo, los historiadores oficialistas se han abstenido de comentar. La primera fue redactada como respuesta a otra misiva que desde Valladolid le había enviado Hidalgo el día 15, notificándole su decisión de irse a Guadalajara para, según eso, intervenir en el conflicto de mandos que se había suscitado entre Huidobro, Portugal y Torres. Su contenido todavía fue algo mesurado y quedó expuesto a que otros miembros de aquel grupo la conocieran, pero el de la segunda inicia con el calificativo “reservada” y termina en muy duros términos, preconizando la ruptura que entre ambos caudillos no tardaría en suscitarse. Y para que nadie diga que miento he aquí lo sustancial de ambas:

“Queridísimo amigo y compañero mío. – Recibí la apreciable [carta] de usted, del 15 del corriente, y en su vista digo que sería más perjudicial a la Nación y al logro de nuestras empresas, el que Ud. se retirase con sus tropas a Guadalajara, porque esto sería tratar de la seguridad propia […] 

“El Ejército de Calleja y Flon (se refiere al general Manuel Flon, Conde de la Cadena, Intendente de Puebla) entra por nuestros pueblos conquistados como por su casa […] de suerte que hasta con repiques lo recibieron en Celaya […]

“No debemos, pues, desentendernos de la defensa de estas plazas tan importantes [… Y menos] de esta preciosa ciudad [de Guanajuato] pues si somos derrotados en ella ¿qué será de Valladolid, de Zacatecas, Potosí y de los demás pueblos cortos? […]

[Lo que debemos nosotros hacer, junto] con las divisiones de Iriarte y Huidobro es atacar al enemigo en todas partes […] y abrirnos paso a Querétaro y a México [para] cortarle a ésta víveres y comunicaciones.

[…] Guadalajara está bien resguardada por el famoso Capitán Torres [y usted] sin pérdida de momentos debe ponerse en marcha con cuantas tropas y cañones haya juntado [para venir en nuestro apoyo …]”. 

Añadiendo en la postdata: “Yo no soy capaz de apartarme del fin de nuestra conquista, mas (pero) si empezamos a tratar de las seguridades personales, tomaré el separado camino que me convenga”, etc.

Mientras que ese mismo día, o uno antes, el desanimado ejército de Hidalgo llegaba nuevamente a Valladolid, pero ahora en busca de refugio y reposo.

LA SEGUNDA CARTA. –

EL Contenido de la segunda hubiera sido capaz para demoler la buena fama de Hidalgo si en aquel entonces se hubiera divulgado. Y para empezar, Allende ya no le dio el tratamiento de “queridísimo amigo” sino el de “apreciable compañero”. Tratando, sin embargo, de no ser todavía muy rudo.

Pero al leerla se entiende que Hidalgo había hecho caso omiso de la solicitud de ayuda que le había enviado Allende; quien para esas horas yo no sólo estaba enojado con su antiguo buen amigo, sino decepcionado de él, por verlo actuar con cobardía:

“Mi apreciable compañero. – Ud. se ha desentendido de todo nuestro comprometimiento, y lo que es más, trata Ud. de declararme Cándido, incluyendo en ello el más largo desprecio hacia mi amistad […]

“Puse a Ud. tres oficios con distintos mozos, pidiendo que en vista de dirigirse a ésta el Ejército de Calleja, fuese Ud. poniendo en camino la tropa y artillería que tuviese; y a Iriarte le comuniqué lo mismo para que a tres fuegos desbaratásemos la única espina que nos molesta. [Pero] ¿qué resultó de esto? Que tomase Ud. el partido de desentenderse de mis oficios, y sólo tratase de su seguridad personal, dejando tantas familias comprometidas […]

“No hallo un corazón humano en quien quepa más egoísmo, más que el de Ud., y […] ya leo en su corazón […] la resolución de hacerse en Guadalajara de caudal (dinero), y a pretexto de tomar el puerto de San Blas, hacerse de un barco y dejarnos sumergidos en el desorden causado por usted”.

Sigue, sin embargo, arengándolo para cambiar de idea y le dice todavía: 

“Espero que Ud., a la mayor brevedad me ponga en marcha las tropas y los cañones, y la declaración verdadera de su corazón [… pero] si sólo se trata de su seguridad y de burlarse de mí, juro a Ud. por quien soy que me separaré de todo, mas no de la justa venganza personal [Pero…] vuelvo a jurar que, si procede conforme a nuestros deberes, seré inseparable y siempre consecuente amigo”.

Hidalgo, sin embargo, volvió a dar muestras de insensibilidad ante los llamados de su antiguo contertulio, y al encaminarse obstinadamente hacia Guadalajara, lo hizo llevando en la faltriquera de su conciencia otro importante número de víctimas a las que después reconocería como inocentes. Continuará.

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