San Cayetano, tercera parte

ENTRE EL MANGLAR Y LAS DUNAS

Abelardo Ahumada

Nota previa: Puesto que no existe ninguna crónica que nos refiera cómo fue el traslado de los telares de San Cayetano entre Manzanillo y Colima, me tomé la libertad de utilizar otras que si conozco para, haciendo un esfuerzo imaginativo, describir cómo pudo haber sido ese viaje.

Una vez hecha esta aclaración, invito a todos los lectores que quieran hacerlo, a que nos acompañen en el recorrido:

5 DE OCTUBRE DE 1841. –

No había amanecido aun cuando, a los pocos minutos de haber salido de El Playón, la recua adoptó el ritmo que regularmente solía llevar; dejó atrás la aduana de Manzanillo y, encaminándose hacia el sur, en cosa de quince minutos ya estaba transitando entre la orilla poniente de la laguna de Cuyutlán y el pequeño cerro que separa a ésta del mar. 

A eso de las seis, cuando ya la alborada iba pintando de colores el día, la recua iba trotando por el arenoso camino que serpenteaba entre las dunas y los manglares, tan temibles durante la época de lluvias, pues en toda esa parte pululaban, desde el oscurecer miríadas de voraces mosquitos ávidos de sangre.

Pero para la fortuna de los arrieros y sus animales la temporada lluviosa, irregularmente corta ese año, parecía haber terminado cuatro semanas atrás y al aparecer, por otra parte, los primeros rayos del sol, los zancudos volaron a guarecerse entre las sombras de la vegetación selvática.

Con ese trote duraron un buen tramo, pero ya cerca de las nueve, se detuvieron, para almorzar, en el rancho de La Coliguana, donde, informadas desde la víspera de su regreso del puerto, tres fuertes morenas de tremendas caderas y rebosantes pechos estuvieron trajinando desde temprano junto a las ollas del fogón y el comal de las tortillas. De modo que cuando, amortiguadas por la distancia, comenzaron a escuchar las voces de aquellos hombres, ellas y sus perros empezaron a prepararse para darles, como quien dice, la bienvenida. Aunque, cuando ya casi llegaban las primeras mulas, apareció el padre de las tres; un individuo concupiscente y de bajos instintos que desde antes de que falleciera su esposa empezó a abusar de su hija más grande, y más tarde a las otras dos, comportándose, a sus cincuenta años, como un jeque celoso al cuidado de su harén, y que, previendo las insinuaciones que les podrían hacer a sus forzadas mujeres algunos viajeros que se detenían a yantar en su jacal, se aparecía junto a las bancas y a las toscas mesas, llevando en su grueso cinturón lleno de balas, dos pistolas, y un machete en la mano zurda. 

Conociéndolo desde varios años atrás, y sabiendo algo de sus malas mañas, los arrieros sólo saludaron al viejo pervertido de lejos y, por contemporizar con él, únicamente el jefe de la cuadrilla lo saludó de mano.

La vigilancia del incestuoso individuo era constante sobre sus hijas y, tanto ellas como los arrieros se cuidaban muy bien de lo que decían, para no despertar la furia del iracundo amante. Así que, casi en total silencio, las tres, más temerosas que afanosas, les sirvieron pequeñas cazuelas con carne de venado, salsa picante y frijoles recién cocidos que de inmediato comenzaron a sopear con pedazos de gruesas y blancas tortillas.


Antes de amanecer dejaron atrás el pequeño caserío que era entonces El Manzanillo.

Un coco con tuxca para cada cual completó el anhelado almuerzo y, no bien había terminado el jefe de liquidar la cuenta, cuando ya los punteros le llevaban doscientos pasos de ventaja.

El segundo reposo lo hicieron bajo unas enramadas de la hacienda salinera de Cuyutlán, donde, no habiendo gente que habitara las chozas en esa época del año, saciaron su sed y su hambre comiendo jugosas rebanadas de sandías silvestres de las que crecían en las laderas de las dunas que había entre la laguna y el mar. Pero en cuanto notaron que disminuyó la fuerza del sol, reiniciaron la marcha con la perspectiva de hacer su pernocta en tierras un poco más altas, junto a la hacienda de Periquillos, ya con la corriente del Río Grande de Nahualapa a la vista.

En el pequeño caserío había animación esa tarde, puesto que, siendo sábado y habiendo cobrado la raya al filo de las 6, los peones tenían dinero para gastar, y no faltaban los comerciantes que, llevando sus mercaderías en un chinchorro de burros, hicieron su aparición desde temprano y expusieron sus productos debajo de copudos árboles que los protegían del sol.

La llegada de la recua procedente de El Manzanillo provocó algún barullo entre el montón de perros de la ranchería y la expectación de los niños que corrieron a ver los animales que se aproximaban al tejabán donde los arrieros solían descargarlos.

Al término de esa labor, las mulas fueron liberadas de los aperos que cubrían sus lomos y de los cinchos que les apretujaban sus panzas, mientras que desde la orilla del río llegaba el eco de una vieja canción que entonaban los músicos de una chirimía que esa misma tarde había llegado desde el pueblo indígena de Santiago Tecomán.

Cinco chiquillos que por unos centavos ayudaban al dueño del tejabán, depositaron frente a las mulas sendos manojos de zacate, mientras que los arrieros y su jefe se dirigieron hacia donde otra familia de lugareños vendía comida a quienes la solicitaban y, una vez satisfechos, armaron sus cigarrillos de hoja, aspiraron el aromático humo del tabaco cimarrón hasta terminárselos y se retiraron a descansar sobre los suaderos de las bestias que, puestos sobre los fardos, eran lo más parecido a una cama.

Al poco rato, mientras que la oscuridad iba cubriendo toda esa parte del cielo y ellos empezaban a dormirse, entre los árboles de la floresta cercana empezaron a brillar cientos de tagüinches y luciérnagas, y a chirriar miles de grillos, inaugurando, como quien dice, con aquellas luces intermitentes y con aquel agudo chirrido, la actividad de los animales nocturnos.

Con el cielo ya cubierto de estrellas, el caserío se fue quedando en el relativo silencio de la noche, y sólo en el jacal junto al río la chirimía seguía sonando, propiciando un arrullo musical a los cansados arrieros y a los madrugadores habitantes de Periquillos.


Este era el escenario por donde los arrieros cotidianamente iban y venían entre la costa y Colima

LA CRECIENTE. –

Siguiendo la misma rutina de todas las madrugadas, el viejo de la caponera empezó a silbar su tonadita cuando calculó que podrían ser las tres de la mañana, pero contra lo que había sido la víspera, ahora no era posible mirar ni una sola estrella en la comba del cielo, y sólo se veían, muy a lo lejos, por el norte, los resplandores instantáneos de gran cantidad de relámpagos que estaban brillando por aquellos rumbos.

  • ¡Ah, cabrón, se suponía que ya había terminado este año la temporada de lluvias! – Exclamó el jefe de la cuadrilla al despertarse y ver los relámpagos también-. Se ve que está lloviendo por el rumbo de los volcanes. Pero ¿desde a qué horas habrá empezado? – le preguntó al caponero.
  • No lo sé, patrón, pero por lo grueso de las nubes y por la cerrazón del cielo, para mí que desde la media noche. Así que debemos apurarnos, para atravesar el río antes de que llegue la creciente.

Sin que los apremiara nadie, pero sabedores también de que si llovía por los rumbos del Volcán era seguro que crecería el río, todos los arrieros se apresuraron a terminar sus tareas y, antes de que transcurriera media hora empezaron a caminar.

Para ese rato ya otras gentes de Periquillos se estaban levantando también y, en la casa grande, apresurada por la urgencia de liberar la vejiga, la esposa del administrador salió al patio y, ubicada a unos pasos del portal más alto, notó también la negrura de las nubes.

El kikirikí de un gallo lejano les confirmó a los madrugadores que ya era hora de levantarse; pero como estaba haciendo un poco de frío; la señora regresó al cuarto para buscar un rebozo y, ya cubiertos su pecho y sus hombros, volvió a salir al portal, situado como a 200 pasos de la orilla del río, pero a 25 metros de alto, sobre la ladera del cerro.


Habiendo llovido intensamente en las faldas de los volcanes todos los arroyos se precipitaron al río y se produjo una gran creciente.

Desde aquel mirador natural observó asimismo los resplandores que los relámpagos producían un poco más allá de la cima del Alcomún y supuso, como lo habían supuesto también los arrieros, que a esas horas ya estaría lloviendo también en el Valle de Colima, a sabiendas de que, si eso era cierto, la creciente no tardaría en llegar. 

En ese instante se iluminó el ámbito que tenía a su vista y un terrible estampido atronó el espacio.

Las mulas que ya estaban vadeando el río se espantaron con el resplandor y el trueno y hasta quisieron correr, mientras que la mujer, muy asustada también, empezó a escuchar en la lejanía el ruido característico de la riada que parecía venir muy grande.

Allá abajo, donde los arrieros sólo podían oír las pisadas y el jadeo de sus animales, no podían percatarse del peligro que se aproximaba. Pero habiendo logrado cruzar el río sin novedad, en cuanto se retiraron unos veinte metros de la orilla comenzaron a oír, ya nítido, el pavoroso ruido que tan bien conocían, y tanto ellos como la yegua y las mulas corrieron para salvarse.

Desde lo alto del portal, la mujer expectante vio, con otro resplandor celeste, el ancho y alto muro de agua, piedras y lodo que bajaba, bravísimo, tronchando ramas y árboles, hacia donde se hallaban las casas más bajas de Periquillos, y temió por sus moradores. Aunque, gracias al primer trueno la mayoría había despertado, y eso fue también lo que los salvó, porque en cuanto se les quitó el susto, escucharon igual el rumor de la creciente que se aproximaba y, cargando a sus niños y apresurando a los viejos, corrieron a hacia las laderas que les quedaban más cerca.


El agua de trajo aquel nunca nombrado ciclón cubrió incluso el brazo seco del Río Grande, que por El Bajío iba eventualmente hasta Tecomán.

CAMPAMENTO EN EL COBERTIZO. –

Las mulas no pararon de correr hasta que dejaron atrás el llano de San Bartolo, en tanto que, los asustados habitantes de Periquillos, sintiendo que la fuerte lluvia caía sobre sus cuerpos, veían a intervalos, con los resplandores, cómo la inesperada y gigantesca creciente llevaba troncos, ramas, animales y hasta un jacal casi desbaratado del que sin embargo se alcanzaba a ver su techo de zacate zarandeado sin clemencia, imaginando los cuerpos inertes de algunos de sus moradores, o la desesperación de los que tal vez ya estaban a punto de ahogarse.

La tempestad se precipitó también sobre los arrieros y las espantadas mulas, pero como la rayacera se cesó y sólo siguieron cayendo torrentes del cielo, poco a poco, dentro de lo que cabía, animales y hombres se fueron tranquilizando. Pero, al amanecer, como la lluvia no terminaba y su marcha los aproximó hasta los muros de lo que había sido El Mesón de Caxitlan, el jefe pensó en guarecerse en el único tramo del techo que quedaba para utilizarlo a manera de cobertizo.

Tres horas más transcurrieron bajo la intensa precipitación y escuchando el viento que ululaba y tronchaba ramas y palapas en aquella llanura cercana al mar.

No era común, entonces, que se hablara de los ciclones o de los ojos de los huracanes, pero sí que a las tormentas como la que estaban enfrentando se les denominara borrascas, de modo que sin saber que aquel era un fenómeno que continuaría arrasando otras partes, en cuanto el viento redujo su velocidad en el área y la lluvia amainó, los arrieros se sintieron aliviados y, ya muy cerca del mediodía, decidieron continuar su marcha, pero no pudieron hacerlo porque, para su sorpresa, con el lloveral, el antiguo brazo seco del río, cuya pedreguera era visible desde que el más viejo de ellos era un niño, se volvió a llenar y, aun cuando no llevaba una corriente impetuosa, cubría más de doscientas varas del antiguo camino justo en el punto al que toda la gente del rumbo denominaba El Bajío. Hecho que, muy bien entendido por ellos, significaba que el verde potrero por el que tantas veces habían cruzado, estaba cubierto de agua hasta la altura de la cabeza de un caballo de gran alzada.

Prácticos como la necesidad los había hecho, volvieron al destartalado cobertizo del desaparecido mesón y, una vez allí, desbrozaron un espacio situado a mayor altura que la mayoría del piso, descargaron sus mulas y se dispusieron a reposar mientras bajaba el nivel de las aguas.

El hombre de la caponera, que también era el cocinero del grupo, sacó de las alforjas tres trocitos de ocote, buscó unas varas secas debajo del cobertizo, aplicó su pedernal a su filoso cuchillo y, dirigiendo las chispas que producía el rozamiento a un puñito de zacate y musgo seco que también encontró, muy pronto produjo una hoguera. Hizo que el más joven de los arrieros le trajera la mula más vieja con sus enseres y, habiendo sacado de uno de los huacales una cazuela y una olla de barro, puso un bodoque de manteca en una, agua a hervir en la otra, y al cabo de media hora ya estaba listo un guisado de cecina en la primera, y despidiendo su aroma un café negro y azucarado en la otra.

En eso vieron que, atravesando un potrero, se iban aproximando hasta donde ellos estaban, un hombre y una mujer prácticamente desnudos, y con señales evidentes de golpes y heridas en algunas partes de sus cuerpos. La mujer, con todo y pena, hizo un esfuerzo para llamar su atención con un grito, mientras que el hombre, casi desfalleciente, al verlos cayó de rodillas.

Tres de los arrieros y el jefe se encaminaron hacia la pareja. El jefe cubrió a la mujer con su capote, la sujetó de un brazo para darle su apoyo, y los demás cargaron al pobre hombre que con dificultad respiraba. Eran dos de las varias personas que la crecida intempestiva del río arrastró en Jala.

Continuará.


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