Estación Sufragio

VOLVER AL FUTURO

Adalberto Carvajal

Retomamos esta columna Estación Sufragio pensada desde sus orígenes –a finales de los años ochenta– fundamentalmente como un espacio de seguimiento electoral. La carrera por la sucesión en 2024 ya está muy avanzada, y eso que el proceso formal no arranca todavía.

Más que elegir al siguiente presidente de la república, la coyuntura supone una alternativa entre la continuidad de la 4T y la interrupción del régimen iniciado en 2018. Por eso, aun cuando ya no figure en las boletas, las votaciones del próximo año girarán en torno a Andrés Manuel López Obrador, pues implican la calificación de su gobierno.

Para los simpatizantes de Morena, más que una elección presidencial es un plebiscito sobre la vigencia del proyecto alternativo de nación, el cual se define como contradictorio al modelo económico neoliberal que sostuvo tres décadas el régimen bipartidista (PRI-PAN) surgido tras el fraude electoral de 1988.

En ese sentido, la única estrategia de campaña hasta ahora es la del presidente saliente: el Plan C. En el corto tiempo que le tocará convivir con la nueva legislatura, AMLO espera que una mayoría calificada le permita impulsar las reformas constitucionales pendientes.

En contraste, la oposición se afana en maximizar los errores y fracasos de esta administración, muchos de ellos señalados con base en supuestos muy debatibles y en ocasiones fácilmente rebatibles, como sucede en la discusión sobre la pertinencia de los grandes proyectos de infraestructura o de las ayudas sociales.

Exarcevando el odio que algunos sectores de la población han sentido por el presidente desde antes de su llegada a Palacio Nacional, el conglomerado partidista, mediático y propagandista que opera el Frente Amplio por México viene conminando al electorado a que en las urnas “ponga fin a esta pesadilla”, corte la secuencia de gobiernos de izquierda o, al menos, acabe con “la tiranía” de López Obrador.

APROBACIÓN DEL 84%

La apuesta de la derecha es aprovechar los negativos con los que termine este mandato en materias como abasto de medicamentos en el Sector Salud, seguridad y, en general, gobernabilidad. Pero esa retórica de que muchos de los que votaron por AMLO están decepcionados, no es muy creíble cuando se miran las encuestas de opinión pública. Es más lógico pensar que el desencanto que sienten algunos con Morena sigue siendo menor al repudio que, millones de mexicanos, llegaron a sentir por el PRIAN y que se manifestó en 2018.

Cuando comenzó el fenómeno de Hugo Chávez, platiqué con un artista venezolano quien me explicó cómo su país estaba dividido entre los que estaban con el presidente, los que estaban contra el presidente y los ‘ninis’: que ni estaban a favor ni estaban en contra de Chávez. No es el caso de México, con todo y que la propaganda reaccionaria habla de una polarización.

Nación polarizada sería aquella partida por la mitad entre los que aman a Andrés Manuel y quienes lo odian. La última encuesta de Mendoza, Blanco y Asociados le da al gobierno de López Obrador 84 por ciento de aprobación, y apenas el 12 por ciento de rechazo explícito (con un cuatro por ciento de quienes no quisieron opinar).

BOTELLITA DE JEREZ

En un país donde la no relección es un principio democrático (aun cuando ya se pueden presentar para un siguiente periodo inmediato los miembros de ayuntamientos y congresos) no deja de ser irónico que, durante esta ante-precampaña, el dilema político se reduzca a una ratificación virtual de AMLO.

El presidente se sometió a un proceso de revocación de mandato, pero en forma simbólica. Las autoridades electorales impidieron que una consulta popular sobre la continuidad del Ejecutivo se incluyera en los comicios intermedios de 2021, pues la oposición temía que la 4T usara la popularidad de AMLO para impulsar a los candidatos de Morena.

Ahora, calculando que hacia finales del sexenio la popularidad del presidente haya mermado por el desgaste del poder y el incumplimiento de ciertas promesas de campaña, el Frente Amplio está llevando la satanización del “mesías tropical” a niveles insólitos: en los últimos días le atribuyeron la intención de dar un golpe de Estado y hasta la de ordenar un magnicidio para frenar a una candidata aparentemente “tan disruptiva” como Xóchitl Gálvez.

Es paradójico que, al arranque de este sexenio, esa misma prensa de derecha llamaba al ejército a disolver las instituciones democráticas. Y no faltaron columnistas que pidieron una intervención militar de Estados Unidos. Hace unos días aplaudían a los republicanos que, en Washington, amenazan con reclasificar a los cárteles de la droga de grupos criminales a organizaciones terroristas, para justificar una nueva invasión a nuestro país.

Por otra parte, el menos interesado en fabricar un mártir con la cara de Xóchitl Gálvez sería el gobierno, pues ya se vio lo que pasó cuando a la salida de Carlos Salinas de Gortari se cometió un crimen de Estado contra Luis Donaldo Colosio, el candidato presidencial del PRI: el voto del miedo en 1994 hizo ganar de calle a Ernesto Zedillo, el más desangelado de los abanderados que ese partido haya tenido en su historia. Como producto de mercadotecnia política, sin el fantasma de Colosio hubiera sido menos vendible Zedillo incluso que José Antonio Meade en 2018.

¿Y por qué desearle a fin de cuentas el mal a la senadora panista si –contra lo que dicen sus publicistas– después del despegue no ha logrado subir significativamente en las encuestas?

SE IRÁ A SU RANCHO

Está claro que la aceptación del presidente no es la misma que la intención del voto de Morena, y la historia demuestra que el capital político no se traspasa. Por eso para algunos es preocupante que, casi concluido el quinto año de gobierno, la popularidad de AMLO siga siendo el principal impulso de los aspirantes del oficialismo a sucederlo.

Podría ser un riesgo calculado. Por ley, las corcholatas no pueden adelantar su eventual agenda de gobierno. Y como el procedimiento para elegirlos será una encuesta, se trata en este momento de posicionar la imagen. Algunos tienen perfiles reconocibles desde hace años, es el caso de Gerardo Fernández Noroña. Otros, como Adán Augusto López, tuvieron que proyectarse a nivel nacional en pocos meses.

La directriz del partido es que la ante-precampaña sea más de imagen que de contenido. Sin embargo, pese a las restricciones legales, en entrevistas y ruedas de prensa o con sus discursos en mítines, los aspirantes a coordinador o coordinadora nacional de los comités de la defensa de la Cuarta Transformación han dejado entrever su postura frente a temas concretos: con el tono de una cátedra universitaria, Claudia Sheinbaum; o anunciando ya planes de acción en temas como seguridad, Marcelo Ebrard.

El sistema político mexicano en la posrevolución desarrolló un mecanismo de seguridad para proteger al ungido por “el gran elector”: el tapado. Adelantar la sucesión generó el riesgo de que despedazaran a las corcholatas, y por eso el presidente decidió sacar el pecho para protegerlas del golpeteo político y mediático por lo menos hasta que la elegida sea postulada a la presidencia.

PRESIDENCIALISMO VIGENTE

Los detractores de López Obrador afirman que destapó antes de tiempo a las corcholatas buscando que ninguna de ellas creciera y amenazara la permanencia del “dictador” en el poder. Pero es más razonable que, ante el reto de suceder a un liderazgo carismático como el de Andrés Manuel, haya sido necesario empezar desde antes a fortalecer a los cuadros que representan diferentes matices del Movimiento de Regeneración Nacional.

Lo cierto es que el proceso de Morena y sus aliados (PT y Verde) para elegir al futuro candidato presidencial, no es un procedimiento exageradamente elaborado para revivir el dedazo, como afirman los que sostienen que Morena es el nuevo PRI, sino una forma de ventilar una competencia interna tradicionalmente cargada de intrigas y traiciones.

No es creíble que AMLO pretenda seguir gobernando después de entregar la banda presidencial. La hoy oposición, entonces gobierno, hizo campaña en 2018 y durante la primera mitad de este sexenio con el argumento de que López Obrador pensaba eternizarse en el poder. A eso apuntaba el forzado símil con Fidel Castro y Hugo Chávez. Pero aunque el mandatario insistía en que al terminar su periodo se irá literalmente a La Chingada, no le quisieron creer hasta que lanzó a las corcholatas.

Entonces fue que empezaron a especular sobre cuál de ellas representa la continuidad fiel del obradorismo; cuál, un rumbo distinto aunque con la misma orientación progresista; y cuál otra un cambio por completo en el derrotero nacional o incluso una regresión.

INSTITUCIONALIDAD SECULAR

Como conocedor de la historia, AMLO sabe que en México la prolongación del poder es un tabú. Si Carlos Salinas hubiese conseguido extender su mando al crear las condiciones que llevaron al asesinato de Colosio, habría habido un estallido social y un baño de sangre en todo el país, no sólo una revuelta zapatista focalizada en una región de Chiapas.

La dictadura de Porfirio Díaz se sostuvo 30 años, pero terminó en 1910 con el levantamiento armado encabezado por Francisco I. Madero. Desde entonces la cultura política mexicana ya no contempla la reelección. Una segunda revolución derrocó en 1914 al usurpador Victoriano Huerta. Y el intento de Venustiano Carranza por prolongar su influencia como primer jefe del Ejército Constitucionalista terminó con su asesinato en 1920. Con otro magnicidio se resolvió, en 1928, la elección para un segundo mandato no sucesivo del caudillo Álvaro Obregón. Mientras que el Maximato de Plutarco Elías Calles fue viable cuatro años, pero terminó cuando Lázaro Cárdenas ya instalado en la presidencia mandó al exilio a su antiguo mentor en 1936.

Tras casi un siglo de institucionalidad, la creación en 2024 de un jefe máximo de “la revolución de las conciencias” sería algo políticamente muy complicado. El presidencialismo –aun acotado por la división de poderes y el federalismo– ofrecerá a quien asuma el poder el primero de octubre del próximo año la fuerza necesaria para hacerse obedecer, dentro de los límites constitucionales.

Contará para ello, como lo hizo AMLO en 2018, con dos instrumentos legítimos: el gasto público y la comandancia suprema de las fuerzas armadas. Como quedó demostrado en 2006, 2012 y 2018, la milicia le debe obediencia al presidente en funciones.

Además, quien suceda a López Obrador disfrutará muy probablemente de una mayoría calificada en el Congreso de la Unión y de una circunstancia que no tuvo a su favor el actual mandatario: un gran número de estados gobernados por Morena.

En resumen, el ejercicio del presupuesto y el mando de las fuerzas armadas le dará al siguiente presidente el poder suficiente para obligar al exmandatario, si fuera el caso, a quedarse en su rancho.

Andrés Manuel ha prometido que después de concluida su presidencia permanecerá en Palenque, dedicado a escribir libros y a descansar de los seis años más extenuantes de su vida (y eso que como líder de la oposición le dio tres vueltas al territorio nacional). No hay razón para no creerle.

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