“La Chaveña 4”

Abelardo Ahumada

Hoy sé muy bien que el estado de ánimo que cada quien traiga en un momento determina que las cosas se vean oscuras o luminosas, pero en aquel amanecer del cinco o seis de noviembre de 1967 yo era sólo un adolescente de 13 años y para mí, en ese preciso día, había una sensación de miedo y tristeza que no sé si provenía de mi interior, o me la produjo el encontronazo con el semidesierto duranguense. Pero el caso fue que su bronca resequedad, la aridez de sus tierras y la inmensa soledad que parecía rodear los escasos ranchitos que vi desde la ventanilla incrementaron ese agobio en la medida en que el autobús Flecha Roja avanzaba hacia Coahuila.


En menos de 24 horas cambié del verdor de Colima a la aridez de Durango, y lo primero que vi no me gustó.

En algún punto cercano a Ciudad Lerdo, Durango, la Carretera Panamericana se alineó con una tupida franja de árboles robustos de hojas amarillentas, que hacían valla a un precioso caudal que me llamó la atención. Árboles y río de los que más tarde supe que se llamaban álamos y Nazas, respectivamente. Siendo los primeros una de las especies arbóreas que más predomina en las gigantescas llanuras del norte, y siendo el segundo, el río más caudaloso que baja desde la Sierra Madre Occidental hacia la cuenca del Golfo de México, pero al que nunca llega porque se lo acaban los agricultores para irrigar miles y miles de hectáreas de los estados de Chihuahua, Durango y Coahuila.

Aquel verdor momentáneo me cambió el ánimo de perro con el rabo entre las patas, que para ese rato llevaba, y en eso llegamos hasta Ciudad Lerdo, Durango, entrando por una calle muy bonita, llena de álamos también, y pasamos enseguida a Torreón, donde el chofer indicó que disponíamos de 30 minutos.

Rápidamente nos fuimos al baño, nos aseamos y, enseguidita tomamos asiento en el restaurante anexo: ahí fue donde Hernán y yo comimos por primera ocasión los “burritos”. Esos famosísimos tacos de más de 30 centímetros que se hacían con tortillas de harina y que por aquel entonces no se conocían ni en Guadalajara siquiera, pero que, junto con las gorditas de la misma harina, eran un alimento muy habitual desde Torreón hasta Nuevo México y Texas.


Torreón, a la mitad del camino, tenía una cierta elegancia norteña y un cielo azulísimo

Torreón me pareció una ciudad más moderna que antigua, con amplias y rectas calles adornadas con palmas muy altas en sus camellones. Pero después de allí, y de pasar por otra ciudad vecina que se llama Gómez Palacio, Durango, el único puntito más o menos verde que vi fue un gran terreno cubierto de parras, que pertenecía a la empresa que fabricaba el brandi Viejo Vergel. Pero luego, y durante varias horas seguidas, lo único que pude ver fueron unas gigantescas llanuras de horizontes aparentemente interminables en las que ni vacas había, y sólo se miraban unos chaparralitos de color verde opaco que, cuando ya me familiaricé con la muy escasa vegetación de por aquellos rumbos, supe que son unas plantas a las que allá les dicen “gobernadoras”. Siendo que doña Griselda Álvarez todavía no incursionaba en las grandes ligas de la política.

Desde varios años atrás el ejemplo de mi padre me había hecho leer periódicos diariamente, y por mi cuenta me había enviciado leyendo cuentos, novelas o revistas, lo que cayera en mis manos. De tal manera que no fue una vez, sino varias, en las que había leído que en algunas antiguas sociedades se solía castigar a ciertas personas “indeseables” con el destierro. Pero nunca entendí la fuerza y el significado de esa palabra hasta que me vi lo ahí, transitando por aquella lóbrega y dilatada llanura, en cuyas orillas aparecían, de tanto en tanto, los lomos resecos y pedregosos de cerros de apariencia inhóspita.

Dicha impresión de lobreguez y soledad me dolía, como dije antes, hasta el alma, por tan acostumbrado y encariñado que estaba con los verdes paisajes de Colima.

¿Éramos, pues, nosotros, una familia de desterrados por indeseables?   La verdad es que yo sentía en aquellas horas que sí, y que una fuerza poderosísima nos estaba desarraigando de nuestro paisaje verde, húmedo y llovedor, para trasplantarnos a otro, sequísimo, en el que durante decenas de kilómetros no había un solo árbol donde pudiera descansar la vista.

Obviaré lo más que pueda la relación de las primeras y no muy gratas impresiones que experimenté en el resto del recorrido, pero no puedo evitar decir que cuando llegamos a Ciudad Camargo, y vi un cementerio pobrísimo enclavado en un terregal, sentí otro apachurramiento en mi corazón, puesto que, no obstante haber trascurrido sólo tres o cuatro días de la conmemoración del Día de los Fieles Difuntos, no había en él flores ni coronas que lo evidenciaran. Siendo que, en la última visita que nos tocó hacer a la Feria de Todos los Santos, en Colima, nos tocó ver, allá por los barrios de La Sangre de Cristo, de la Pila de las Siete Esquinas y del Salatón de Juárez, a gente que, llevando manojos de flores recién cortadas o coronas de flores artificiales hechas con papel de crepé, iban hacia el cementerio para adornar las tumbas de sus de sus familiares.

Pero de repente, y sin que hubiera señal alguna de su presencia en el paisaje, nos encontramos con la corriente de otro gran río: El Conchos, y un poco más adelante, con otra zona de gran verdor, en el que, aparte de los álamos preponderantes, conocí los nogales, los manzaneros y los durazneros.


Un respiro de verdor me levantó un poco el ánimo al observar las muy bonitas huertas de nogales

Luego pasamos por Ciudad Delicias que, dado el contexto que la rodeaba, me dio la impresión de ser un verdadero oasis, aunque media hora después nos encontramos con la resequedad “más total”, al advertir unos pequeños montes cubiertos de piedras calcinadas por el sol, rojas pero sin rubor, impúdicamente desnudas.

Luego, detrás de otras cimas de apariencia muy similar, aparecieron ante mi asombrada pero entristecida vista, las primeras colonias de la ciudad de Chihuahua, con sus irregulares calles de pura tierra y piedras, encaramadas sobre las laderas bajas de aquellos cerros, y con desperdigadas casitas pobres a donde, según deduje, no llegaban todavía ni el agua, ni la electricidad, y menos otros indispensables servicios.

Entiendo que el mal ánimo que yo llevaba me hacía ver las cosas más negras o deprimentes de lo que tal vez eran, pero no lo podía evitar, puesto que, con apenas 24 horas de haber salido de mi tierra, ya me sentía caminando por otro país cuyo desértico aspecto no me gustaba nada.

En aquellos días no había aún en la capital del “estado grande” una central de autobuses y cada línea tenía su propio paradero: el de los Flecha Roja estaba muy cerquita del Palacio de Gobierno, y ahí nos bajamos otra vez a comer los consabidos burritos, pues nuestros recursos no daban para mejor manjar.

Y, por último, ya de salida hacia Ciudad Juárez, antes de llegar a las colonias orilleras donde se repetía el mismo y entristecedor paisaje de colonias paupérrimas, caí en la cuenta de que en la ciudad a la que antes irrigó el río Chuvíscar, abundaba una especie de pinos no muy altos, flacos y espigados, muy parecidos a los cipreses.

Volví a pedir permiso de ir otra vez de pie en el estribo del autobús, y el chofer, ya mi amigo para ese rato, me lo concedió.

Pasamos entonces por una serie de curvas que discurría por otra más bonita y un poco más verde sierra que las anteriores, pero inmediatamente después, cuando nos alejamos de la sierra y ésta se elevó sobre el poniente para formar Las Cumbres de Majalca, la inmensidad de otra llanura inmensa se volvió a abrir ante mis ojos, atravesada de sur a norte (o viceversa) por dos largas formas paralelas: la de la vía del tren, por un lado, y la de la Carretera Panamericana por otro.

Cinco horas de viaje se hacían entonces entre Chihuahua y Ciudad Juárez y sólo una pequeña población había entre ambas: Villa Ahumada, a cuatro horas de la primera, y a solo una de la segunda.

Yo ya sabía, por referencias de los tíos que vivían en Juárez, y por las cartas que mi papá nos había enviado, que dicha villa llevaba el nombre en honor del exgobernador Miguel Ahumada, pero ni ellos ni yo sabíamos en aquel momento que tan importante individuo nació también en Colima el 29 de septiembre de 1844 o 1845, y era incluso nuestro pariente.


Esta foto de Villa Ahumada la tomé en enero de 2009, pero en 1967, cuando pasamos por primera vez por ahí no pasaba de ser un pueblito realmente insignificante y nada bonito.

Otra referencia que me dio mi padre era que ahí mismo vendían unos “burritos de queso asadero”, y que valía la pena probarlos. Así que cuando una muchacha se acercó a las ventanillas del autobús le compré dos para Hernán y dos para mí, a peso cada uno. Pero los “asaderos” no eran como ahora son, sino como una copia muy delgadita de las descritas tortillas de harina, de manera que la tortilla se iba enrollando con el asadero adentro.

Al cabo de media hora, y cuando ya casi comenzaba a oscurecer, nos adentramos en lo que me pareció un verdadero desierto: era una interesante zona de lomas arenosas, como las del Sahara, que allá se conocen como “Los Médanos de Samalayuca”, en los que vi moverse sobre el arenal, impulsados por el viento, unos matorrales espinosos de forma redondeada que sólo había visto en las películas del oeste. El chofer me dijo que los habitantes de aquellos rumbos les llamaban “rodadoras”. Y no tardó mucho para que las volviese yo a ver, porque durante algunos días de los muy ventosos meses de febrero y marzo del año siguiente, la fuerza eólica las desprendía de los arenales y hacía que ellas llegaran, rodando evidentemente, a las calles de Juárez, y pasaran incluso frente a nuestra casa.

Cinco minutos más tarde estábamos en “la Garita del Kilómetro 28”. El chofer me indicó que me sentara porque un agente de la oficina de Emigración iba a subir al autobús para revisar los documentos de identificación de los pasajeros. Yo llevaba mi credencial de estudiante de la Secundaria 13 de Villa de Álvarez, y no tuve problema alguno, pero Hernán no llevaba nada que lo identificara y el agente nos quiso bajar del camión porque le pareció sospechoso que dos niños viajaran solos desde Colima, y entonces yo le expliqué: “El acta de nacimiento de mi hermano se nos quedó en el veliz que va en una de las cajuelas del autobús. Si quiere le digo al chofer que me abra para traérsela. “¿Por qué viajan ustedes solos?” – me preguntó. “Hace apenas dos meses cambiaron a mi papá a trabajar en Juárez y nosotros nos quedamos de momento en el pueblo” – le repliqué. “¿En qué trabaja tu papá?” – En la aduana. – ¿En la aduana? – Sí, mire, y aquí traigo la dirección de la casa donde vive: Miguel Ahumada 1391, en la Colonia Chaveña. – Bueno, está bien. Pero consíguele pronto una identificación a tu hermano.

El autobús arrancó de nuevo y, antes de que se apagara el día y se encendieran las primeras luces de la ciudad que ya se adivinaba en el horizonte, el muchacho de entre veinte y veintitrés años que se subió en Juchipila, y que inexplicablemente me había caído muy bien, se volteó hacia a mí y me dijo: “¿Son hijos ustedes de don Miguel Ahumada?”

Él debió de advertir el gesto de sospecha que se dibujó en mi rostro, puesto que, inmediatamente sonrió y añadió: “Soy Sergio Cárdenas Pacheco, hijo de don Pedro Cárdenas González, hermano a su vez de don Félix Cárdenas González, casado con mi tía Carmen Ahumada Salazar, hermana de tu papá, y yo vivo a media cuadra de donde ellos viven”.

Mi cara se relajó, y más cuando él terminó diciendo: “También soy amigo de Socorro, tu hermana mayor, y si quieren, nos podemos ir juntos, en el mismo taxi, de la terminal a la casa de mi tío Félix”.

Las primeras viviendas de la orilla sur de la ciudad fronteriza no eran mejores que las que habíamos visto en la orilla norte de la capital del estado, pero había una novedad que nunca imaginé: un montón de “deshuesaderos” de autos viejos que allá les dicen “yonkes”, y que por aquellos años no había uno solo ni siquiera en las orillas de Guadalajara, mucho menos en Colima.

Pasamos junto al aeropuerto presuntamente “internacional” de Ciudad Juárez, y cosa de un kilómetro después, ya casi en plena noche, nos acercamos al barrio de La Cuesta, desde cuyo filo más alto miré las pocas luces de la que sería mi ciudad durante la siguiente década, y un poco más allá de una franja oscura, reposando junto a “la Montaña Franklin”, a la muy iluminada ciudad de El Paso, Texas, meta inicial para “brincar al otro lado”, de varios de los pasajeros del autobús en que viajábamos.

En el Kilómetro 28 advertí que el clima ya estaba enfriando mucho, pero cuando llegamos a la ciudad el vidrio de la ventanilla ya parecía un trozo de hielo, y nosotros con nuestro suetercito apenas.

Largo se le hizo el recorrido por las avenidas que nos condujeron al centro y luego hasta la terminal, por el deseo de ver a mis padres. Y notaba que Hernán llevaba la misma inquietud.


Foto panorámica de Ciudad Juárez en 2020. Ninguno de esos modernos edificios existía cuando nosotros llegamos a vivir allí.

El autobús dobló finalmente por una calle que todavía se llama Lerdo y se metió en un gran patio de estacionamiento. Se detuvo y cesó de ronronear el motor.

Sergio nos volvió a invitar para irnos con él en el taxi, pero nuestros padres ya estaban allí, esperándonos, y él los saludó y se fue.


Inicio de la calle Miguel Ahumada en el cruce de la avenida Vicente Guerrero.

Casi sobra decir la alegría que nos provocó el reencuentro, pero el frío cabrón nos envolvió de súbito y cuando volví de recoger el veliz, nuestra madre nos tenía una sorpresa: dos abrigadoras gabardinas con forro interior “de borrego de a mentiritas” y dos cachuchas con orejeras como las que usaban los aviadores de antes.

Los taxis de la terminal (y todos los que había entonces en Juárez) eran viejísimos carcajes de finales de los 40as y principios de los 50as, y a bordo de uno de ellos, a los cinco minutos pasamos por detrás del edificio de la vieja Aduana Fronteriza y nos introdujimos por la calle Miguel Ahumada, la más antigua de La Chaveña.


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