Mitos, verdades e infundios. Capítulo 46

Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp
Share on telegram

Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810

Vigésima parte

Abelardo Ahumada

La tarde del 27 de noviembre, como a las 30 horas de que la fracción del Ejército de Hidalgo hiciera su entrada triunfal a Guadalajara, empezaron a llegar a ella las primeras noticias fragmentarias de la terrible derrota que acababa de padecer la tropa de Allende en Guanajuato, donde en sus empinadas calles y callejones se habían vuelto a formar arroyos de sangre.

En tales circunstancias, aunque nos resulte imposible saber cuáles fueron los pensamientos y los sentimientos que Hidalgo tuvo al enterarse, es de creer que debió de sentir alguna zozobra en el caso de que Allende hubiese sobrevivido al ataque, pues no debemos olvidar el contenido de las duras cartas (hasta cierto punto premonitorias) que su antiguo amigo le envió unos pocos días atrás, solicitándole primero su apoyo para defender Guanajuato, y amenazándolo después con matarlo si desoía su demanda y se iba a refugiar a Guadalajara. Miedo y zozobra que, si los tuvo, parece haberlos disimulado muy bien. Aunque hay testimonios escritos que hablan en el sentido de que en “ese tiempo Su Alteza” empezó a recelar de la gente del Capitán General.

Allende, por otra parte, no quiso dejar constancia de su derrota en Guanajuato y evitó que se redactara el parte militar correspondiente, pero un ciudadano guanajuatense al que le tocó estar durante aquellos tristísimos días en la ciudad, tiempo después redactó su propio testimonio. Y fue gracias a él como pudimos enterarnos de que:

El 13 de noviembre, cuando Allende volvió a Guanajuato después de la derrota de Aculco, iban con él “los tenientes generales D. Juan Aldama, D. José Árias y D. Mariano Ximénez y los Mariscales de Campo D. Juan Ocón, D. Mariano Abasolo y el Lic. Ignacio Aldama”, acompañado asimismo por “cosa de 2000 hombres de caballería que tenía en Celaya el Brigadier D. Toribio Huidobro, los más de ellos sin armas; cosa de 30 Dragones de la Reina y 8 cañones”. (Hernández Dávalos, T. II, p. 286). Con lo que se comprueba que el pequeño y selecto grupo de militares con los que Allende había iniciado la insurrección seguía estando a su lado, y no con Hidalgo, a raíz de que éste, como ya se dijo, aprovechó el influjo que indudablemente ejercía sobre los civiles que se les sumaron, para no entrar a México y dar marcha atrás.

Otros detalles que vale la pena volver a ventilar fueron los de que el Subdelegado de Guanajuato (al que Hidalgo y Allende nombraron en su primera entrada a la ciudad en sustitución de Juan Antonio Riaño) se esforzó por darle a dicho grupo militar el mejor de los recibimientos que pudo, y que, a partir del día siguiente, muchos mineros y otros obreros especializados empezaron a fundir cañones y a fabricar pólvora y balas, mientras que Allende y sus oficiales se dedicaban a recorrer las alturas de los cerros aledaños en busca de los mejores sitios para colocar sus baterías y poder defender la ciudad del inminente ataque que, según sospechaban, Calleja y su ejército no tardarían en organizar.

Pero más allá de los preparativos bélicos, como queriendo demostrar a la gente que ellos no eran los herejes y descreídos que decían los bandos episcopales de excomunión, “el domingo 18 por la tarde se hizo una procesión muy solemne” por las principales calles de la ciudad, encabezada por algunos clérigos que llevaban “el Santísimo Sacramento y [la imagen de] Nuestra Señora de Guanajuato”. Comitiva clerical que iba seguida por los militares mencionados vistiendo trajes de gala, con divisas y hasta con cordeles de oro de casi un dedo de gruesos que les llegaban desde los hombros al pecho. (Ibidem, p. 286).

El lunes 19, sin embargo, “tuvo el Sr. Allende noticia de que D. Félix Calleja se hallaba en Celaya con su ejército y se dirigía a la ciudad”. Por lo que aceleró las acciones para la defensa. Aunque todo resultó infructuoso porque el ejército realista no sólo llegó mejor pertrechado, sino con él ánimo muy alto al saber que la fracción del ejército insurgente que iban a enfrentar ya no era la muchedumbre a la que se enfrentaron en Aculco, sino un grupo comparativamente muy reducido.

Y fue tan así el asunto que habiéndose aproximado el ejército de Calleja a las 8 horas del “sábado 24 de noviembre” hasta la entrada de Marfil, a las 12 recibió Allende la infausta noticia de que el  enemigo ya se había posesionado de una buena parte de los cañones que protegían esa parte de Guanajuato, provocando en los lances la muerte de muchos insurgentes. Todo eso mientras que “la gente decente se mantenía” encerrada en sus casas “llena de miedo”, y “la plebe”, que desde temprano se había ido a subir a los cerros vecinos, presenciaba, como en las plazas de toros, la lidia desde los altos.

Así que, viendo la derrota total ya cerca, Allende ordenó al clarín “tocar Generala” y que “la campana mayor de la Parroquia tocara a rebato”, para indicar con ello a sus combatientes que huyeran de sus puestos para tratar de salvar sus vidas.

Pero en el ínterin del desorden que se generó, hacia “las 2 ½ de la tarde, un negro platero llamado Lino […] salió por las calles y plazas juntando a cuanta gente encontró de la plebe”, induciéndola a que, si el ejército de Calleja iba a ganar, no tuviera un triunfo completo, y que para eso se fueran todos a Granaditas para matar a “los enemigos” que tenían allí encerrados. Matando enseguida a más de 200. (Hernández Dávalos, T. II. P. 287).

Y al poco rato, cuando Allende y los demás militares montaron en sus caballos para salir huyendo por la parte opuesta a donde se desarrollaba el combate, Calleja se enteró de la matanza que se acababa de verificar y ordenó a su clarín “tocar a degüello”, por lo que su gente entró también a la ciudad, matando sin averiguaciones a cuanta gente se fue encontrando.

Al cabo de un rato la orden se suspendió y comenzaron entonces a aprehender a los insurgentes que no habían logrado escapar.

Varios cadalsos fueron levantados al día siguiente, y en los sucesivos fueron colgados en ellos más de 300 “alzados” que habían logrado aprehender. (Ibidem, p. 288).

EL ARRIBO DE ALLENDE A GUADALAJARA Y LO QUE SUCEDIÓ ENSEGUIDA. –

Las noticias de todos estos hechos empezaron a llegar a Guadalajara al filo del cuarto día, y debemos creer que cuando “Su Alteza Serenísima” se comenzó a enterar de ellas debió de experimentar un duro golpe en su corazón y remordimientos en su conciencia; porque perfectamente sabía que tan ingratos hechos en buena medida podrían haber ocurrido por no haberse presentado en Guanajuato cuando Allende le solicitó su ayuda para defender la ciudad.

Por otra parte, muy al margen de que sus malquerientes afirmaban que se la pasaba en festejos y comelitonas, lo cierto es que Hidalgo estaba muy atareado en Guadalajara, tratando de dar rumbo y sentido al gobierno de un país diferente al de la Nueva España, y que en el criterio de él y de sus allegados se habría de llamar “América Septentrional”. 

En esa línea de acción “Su Alteza” empezó a formar el que se le podría llamar su gabinete, y aparte de ratificar la abolición de la esclavitud que ya había proclamado en Valladolid; decretó la supresión de las cartas de pago de tributos de las castas para los españoles; redujo las alcabalas del seis al dos y al tres por cierto; desautorizó el uso obligatorio del papel sellado a los litigantes; permitió la fabricación libre de pólvora que el gobierno virreinal había reservado para ciertas personas y liberó la fabricación de vinos y la plantación y la compraventa de tabaco y, para extender la rebelión a otros territorios, se puso a nombrar comisionados para tareas específicas y oficiales para encabezar grupos armados.

Colateralmente, padeciendo sin duda las penas de su derrota, el Capitán General Allende y los demás oficiales y tropa que lograron escapar de Guanajuato se trasladaron primero a San Felipe Torres Mochas, tal vez para reagruparse y descansar un poco; y luego hacia Aguascalientes, donde a la sazón se hallaba Rafael Iriarte, comisionado por el mismo Allende para promover la insurrección en dicha villa, en Zacatecas y sus alrededores. (Julio Zárate, México a través de los siglos, T. III, p. 176).

Se sabe asimismo que ambos comandantes marcharon juntos hacia Zacatecas, y aun cuando ningún historiador conocido hace referencia a lo que sucedió en esa estancia, es válido suponer que, estando ya ellos y sus oficiales reunidos allá, debieron discutir y analizar a dónde convendría más que se dirigiese Allende, tomando, sólo sabrían ellos porqué, la decisión de irse a Guadalajara. A donde llegaron en el transcurso del 12 de diciembre.

Es evidente que tampoco podemos saber cuál era el ánimo que llevaba el orgulloso Allende durante las lentas horas que cabalgó por aquel agreste tramo del Camino Real; pero por lo que sucedió después, tenemos bases para inferir que, golpeado por las circunstancias, había decidido posponer, pero no anular su venganza en contra del “cura bribón” (como ya para entonces en pláticas con amigos se refería al ex cura de Dolores), y que llegó también allí con la expectativa de recuperar el liderazgo que aquél le había arrebatado.

Por su parte, ya sea por miedo, por política o por lo que haya sido, Hidalgo no hizo la menor alusión a las referidas cartas, ni le echó en cara la derrota de Guanajuato, y en vez de ello, como si fuera una reedición de la Parábola del Hijo Pródigo, lo recibió “con extraordinaria magnificencia” (Zárate, Ibidem, p. 176), y no bien se instaló en el sitio donde quedó hospedado, lo invitó a formar parte del incipiente gabinete, en el que ya figuraban, “don José María Chico, joven abogado de Guanajuato, como titular del Ministerio de Gracia y Justicia”, y el licenciado Ignacio López Rayón como “Secretario de Gobierno y de Despacho”. Quedando el recién llegado como encargado del Ministerio de Guerra. (Francisco de Paula y Arrangóiz, México desde 1808 hasta 1867, p. 64).

El hecho, sin embargo, fue que las desavenencias entre ambos habían crecido demasiado y sus relaciones ya no volvieron a ser amistosas. Y menos cuando Allende y sus más fieles colegas se enteraron de las injustificadas matanzas que durante la noche del mismo día en que llegaron, se comenzaron a realizar en secreto.

Medio año después, en las declaraciones que tuvo que dar durante el proceso inquisitorial que se le abrió en Chihuahua, Allende dijo que al poco tiempo de haber llegado él a Guadalajara notó que Hidalgo en algunos aspectos estaba actuando “con despotismo”, y que ya no hacía mención alguna respecto a Fernando VII, por lo que vio la conveniencia de deshacerse de él. Y que para tales efectos consultó incluso al Dr. Francisco Severo “Maldonado y al gobernador de la Mitra [de Guadalajara], el señor Gómez Villaseñor, [para ver] si sería lícito darle un veneno para cortar esta idea suya y otros males que estaba causando, como los asesinatos que de su orden se ejecutaban en dicha ciudad”. (Datos tomados de la recopilación que de dichas declaraciones realizó Raúl González Lezama para el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, en 2010, p. 30).

Por esas mismas declaraciones se sabe que hasta el padre Francisco Severo Maldonado, que tanto había admirado a Hidalgo, consintió en aquella terrible idea, y que, ya contando con el apoyo de los dos teólogos, Allende mandó comprar un veneno, lo dividió en tres partes, dándole una a su propio hijo; otra al teniente general Joaquín Arias y otra con la que se quedó él “para aprovechar la ocasión que se presentase a cualquiera de los tres”. Veneno que, sin embargo, nunca pudieron aplicar a las comidas o a las bebidas del cura, porque para ese tiempo “su alteza” recelaba mucho de Allende y sus aliados y no permitía que se le acercaran. (Ibidem).

Sin minimizar la importancia de los asuntos que acabamos de referir, cabe señalar que hacia la Navidad de 1810 no todo eran malas noticias para los insurgentes, porque aun cuando las fuerzas realistas se habían vuelto a posesionar de las principales poblaciones de las intendencias de Guanajuato y Valladolid, las insurgentes se habían posesionado de Colima, Tepic, San Blas, San Luis, Saltillo y Zacatecas, y estaban dando muy fuertes luchas en Querétaro, en Sinaloa y en el sur de la Intendencia de México, lo que equivale a decir en “la Tierra Caliente” de los actuales estados de Michoacán y de Guerrero. 

Hechos, sin embargo, a los que tendremos que hacer referencia en otra oportunidad. Continuará.

Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp
Share on telegram

About Author